Espacio virtual creado realmente por Nicanor Domínguez. Dedicado a la historia del Sur-Andino peruano-boliviano.

martes, 11 de diciembre de 2007

Terremotos Coloniales

Terremotos coloniales (Primera Parte)

El pasado miércoles 15 de agosto se produjo en la Costa Central peruana un sismo que alcanzo una magnitud de 7 a 8 grados en la escala de Richter. Afectó directamente a las ciudades del Sur Chico (Pisco, Chincha, Cañete e Ica) y se sintió con menor intesidad en otras zonas de país (Lima, Yauyos, Huancayo, Huancavelica, Castrovirreyna, Huaytará, Ayacucho, Cuzco). Trágico recordatorio de ubicarnos en una zona sísmica, el terremoto de Pisco de este año 2007 trae a la memoria los grandes cataclismos de intensidad análoga ocurridos en Lima (24-V-1940), Ica-Nazca (24-VIII-1942), Huaraz (10-XI-1946), Cuzco (21-V-1950), Arequipa (13-I-1960), Lima (17-X-1966), Yungay-Huaraz (31-V-1970), Lima (3-X-1974), Nazca (12-XI-1996), y más recientemente en Arequipa (23-VI-2001) y Moquegua (31-X-2005). La destructividad de éstos movimientos depende de la combinación de diversos factores, como los deslizamientos glaciales en la Cordillera Blanca que hiceron del terremoto de 1970 el más mortífero de nuestra historia reciente. ¿Y antes del siglo XX?

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Desde el siglo XVI los conquistadores españoles experimentaron la sismicidad andina, aunque las explicaciones más elaboradas sobre las causas de éstos fenómenos naturales sólo aparezcan en el siglo XVII. Centrémonos en dos autores de la primera mitad del siglo, ambos sacerdotes interesados en explicar la naturaleza americana a sus potenciales lectores europeos.

El carmelita fray Antonio Vázquez de Espinosa [ca. 1570-1630], viajó por México, la América Central, Quito y el Perú durante 14 años, entre 1608 y 1622, escribiendo a su vuelta a España su monumental Compendio y descripción de las Indias Occidentales, terminado en 1629 pero sólo publicado en el siglo XX (cito por la edición 1969). Allí dedica un capítulo a discutir: “Qué sea la causa de los temblores y de qué procedan” (2da Parte, Libro IV, Cap. LXIII, pp. 343-45).

Dice: “La causa a lo que entiendo de haber temblores tan ordinarios en las Indias, [y] de qué son causados, son mucha parte las exhalaciones cálidas, que se engendran en las entrañas y concavidades de la tierra, las cuales con el azufre que juntamente se cría en aquellas partes, son materia con que se enciende y ceba el fuego de los volcanes que causan allá debajo mayores concavidades y vacíos, y como las tales exhalaciones no hallan salida fácil, y aquel no es su centro se hallan inquietas y violentadas y con aquella inquietud y violencia para salir, y a veces por la parte más flaca rompen, y así por esta violencia e inquietud, cuando hay temblor se previene y siente instantáneamente con un ruido que suena debajo de la tierra, resultado y agitado de la exhalación, lo cual se conoce evidentemente con el ejmplo de la pólvora puesta debajo de tierra en una mina, poniéndole fuego rompe y lleva por delante cuanto halla, y una bellota o castaña puesta entera al fuego, en calentándose el aire que tiene dentro entre la médula y la cáscara, como se ve y siente agitado del fuego rompe con violencia la cáscara y da estallido; así la exhalación que está en las entrañas y concavidades de la tierra para salir de ella la rompe con violencia y va buscando la parte más flaca, hasta hallarla o respirando por donde salir, (...)” [párrafo 1.405, p. 343].

Y continúa: “De suerte que una de las causas de los temblores, [aún] cuando haya otras, son los volcanes, que hay muchos en las Indias y así en las tales partes son más ordinarios; porque en el Reino del Piru los hay junto a Quito, Tunguragua, Pechinche [= Pichincha] y otros, el de Arequipa [Misti] y otros muchos de menor cuantía que hay en la tierra y en los altos de Arica, Sacama [= Sajama] y otros y los que hay en el Reino de Chile, en medio de la Cordillera Nevada, y los muchos que hay en Guatemala, Honduras y Nicaragua ya referidos [en la Primera Parte de la obra, que trata del Virreinato de Nueva España o México]” [párrafo 1.406, pp. 343-44]. Concluyendo: “Estas regiones y provincias donde hay estos volcanes son las más acosadas y lastimadas de temblores (...)” [párrafo 1.407, p. 344].

Descarta otras posibles causas: “Y aunque pueda ser también causa de los temblores que en las tierras marítimas las roturas y concavidades de la tierra se tapan y tupen con la humedad de las aguas, por donde pudieran salir las exhalaciones cálidas, que en las entrañas y concavidad de la tierra se engendran, no parece que sea bastante razón pues no corre igualmente en todas partes; y en España que puede haber esto y no volcanes, no hay temblores como de ordinario los hay en las Indias por las razones referidas; si ya no es que siendo esta la principal causa y razón. No hay en las Indias pozos como en España, con que con facilidad pudieran redimir su vejación o por lo menos haciendo pozos en todos los lugares de las Indias, habría más respiraderos y serían menos los temblores” [párrafo 1.408, p. 344].

Para Vázquez de Espinosa la correlación entre vulcanismo y sismicidad es clave. Otro autor que comparte esta explicación es el jesuita Bernabé Cobo [1580-1657], quien vivió 61 años en Indias, 48 de ellos en el Perú, y escribió una monumental Historia del Nuevo Mundo, terminada en Lima en 1653, pero sólo publicada en el siglo XIX (cito por la edición 1956, en 2 tomos). Cobo dedica dos capítulos al tema del vulcanismo (“De los volcanes que hay en el Perú y los grandes daños que suelen causar”, Libro II, Caps. XVIII-XIX; tomo I, pp. 95-101) y otros dos al de los sismos (“De los terremotos del Perú”, Libro II, Caps. XX-XXI; tomo I, pp. 101-107).

Afirma: “Las dos más ricas y principales partes del Perú, que son los Llanos y la Sierra, están sujetas a dos plagas y calamidades muy trabajosas, que suelen acarrear notables daños a sus moradores. Ambas nacen de un mismo principio, que son las bocas de fuego o volcanes que hay en la cordillera general, los cuales causan muy frecuentes terremotos, y las veces que revientan, lanzando de sus entrañas inmesa cantidad de fuego y cenizas y piedra pómez, suelen asolar y destruir las tierras de sus contornos y aun las bien apartadas y distantes. Los que más sienten estos trabajos son los habitadores de los Llanos, si bien no deja de caber su parte a los de la Sierra, mayormente en las reventazones de los volcanes. De éstos hay gran número en todas las Indias; son cerros de tan extraña grandeza, que señorean las más altas sierras; tienen casi todos perpetuamente cubiertas de nieve sus cumbres, y en ellas una gran boca o abertura que baja hasta lo profundo del abismo, por lo cual arrojan ceniza, piedra y fuego; unos, solamente cuando revientan; otros, de ordinario, y los demás, de cuando en cuando, como son en la América septentrional los de Nicaragua y Guatimala [sic]; pero más famosos se han hecho a nuestra costa los del Perú, que son muchos y han reventado algunas veces, como hay memoria del de la ciudad de Arequipa [Misti] y del de Cozapa, en la diócesis de los Charcas, que reventaron en tiempo de los reyes Incas, antes de la venida de los españoles a este reino, y hicieron el estrago que los que han reventado después que está en poder de los españoles, que han sido el de la ciudad de Quito [Pichincha, 1582] y el de Omate [Huaynaputina, 1600], en la diócesis de Arequipa” [p. 95].

Basado en su experiencia durante el sismo de 1604, precisa: “La tierra más molestada de terremotos de toda la América son los Llanos y costas deste reino del Perú, a donde se experimenta una cosa bien notable, y es que, ocasionándose los frecuentes temblores de tierra que aquí suceden, según la más común opinión, de los muchos volcanes que hay en la sierra y cordillera general deste reino, con estar éstos desviados de la mar la distancia que de ella se aparta la cordillera occidental, como quda dicho arriba [Cap. IX], y estar mucho más cercanos a la sierra que cae al oriente de la misma cordillera, que no a las tierras marítimas de los Llanos, con todo eso, son sin comparación más sujetos a temblores estos Llanos y costa de la mar que las provincias de la Sierra (...). Son tan frecuentes y ordinarios los temblores en las costas del Perú y del reino de Chile, que corren más de ochocientas leguas [4000 kms] Norte Sur que no se pasa ningún año que deje de haber algunos; los cuales van corriendo por su orden en todo este espacio unos tras otros, alcanzando los menores a cien leguas [500 kms] de costa y de veinte a treinta [100-150 kms] la tierra adentro, y los generales y famosos, que suelen venir más de tarde en tarde, a cuatrocientas y quinientas [2000-2500 kms] en luengo de la mar y de cincuenta a ochenta [250-400 kms] por la tierra adentro; que todo este gran pedazo de tierra se mueve y ondea con un temblor a guisa de las olas del mar embravecido y tempestuoso” [p. 101].

Menciona terremotos ocurridos en Lima (1606, 1609 y 1630), “que han sido de mas terror que daño”, y explica: “No ha recibido esta ciudad gran daño de los temblores como otras de este reino, y particularmente estos últimos años [1630-1650], donde los temblores han sido menos y no tan rigurosos. Lo cual (allende que lo tengo por favor especial de Dios por la intercesión de su Santísima Madre, a quien esta república [= el cabildo y el arzobispado de Lima] tiene[n] por abogada contra los temblores), lo atribuyen algunos a los muchos pozos que se han hecho de pocos años a esta parte” [p. 107].

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Publicado en Cabildo Abierto (Puno) núm. 27 (setiembre de 2007), pp. 16-17.

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Terremotos coloniales (Segunda Parte)

A raiz del sismo del pasado 15 de agosto en la Costa Central peruana, nuestro colaborador Nicanor Domínguez preparó un primer artículo en el número anterior de Cabildo Abierto sobre las explicaciones dadas a los fenómenos sísmicos en la época colonial. Allí se centraba en dos autores de la primera mitad del siglo XVII, el fraile carmelita Vázquez de Espinosa (1629), y el padre jesuita Bernabé Cobo (1653). Ambos autores coloniales establecían una correlación clave entre vulcanismo y sismicidad en sus razonamientos y explicaciones. Sin embargo, sus argumentos no son originales, y el parecido que se percibe entre los autores se debe a que ambos tomaron de un autor más antiguo los argumentos que presentan en sus obras. ¿Quién fué, entonces, esta fuente común?

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La respuesta nos la ha dado el profesor español Fermín del Pino. Se trata del jesuita José de Acosta [1540-1600], quien en su famosa Historia Natural y Moral de las Indias (Sevilla 1590), dedica un capítulo al tema “De los temblores de tierra” (Libro III, cap. 26). Acosta vivió 14 años en el Perú entre 1572-1586: visitó el Sur Andino (Arequipa, Cuzco, La Paz, Potosí, Chuquisaca), fue Provincial de los jesuitas (1576-81), y participó destacadamente en el III Concilio de Lima (1582-83). Viajó a México (1587), regresando finalmente a España, donde publicó un texto sobre la actividad misionera (1588), así como la obra ya mencionada. Citaré a partir de la versión que el profesor Del Pino prepara para su proxima edición, y que gentilmente nos ha proporcionado.

Acosta comienza planteando el problema del siguiente modo: “Algunos han pensado que de estos volcanes que hay en Indias procedan los temblores de tierra, que por allá son harto frecuentes. Mas, porque los hay en partes también que no tienen vecindad con volcanes, no puede ser ésa toda la causa”.

Así, primero considera que: “Bien es verdad que en cierta forma tiene lo uno con lo otro mucha semejanza, porque las exhalaciones cálidas que se engendran en las íntimas concavidades de la tierra parece que son la principal materia del fuego de los volcanes, con las cuales se enciende también otra materia más gruesa, y hace aquellas apariencias de humos y llamas que salen: y las mismas exhalaciones, no hallando debajo de la tierra salida fácil, mueven la tierra con aquella violencia para salir, de donde se causa el ruido horrible que suena debajo de la tierra y el movimiento de la misma tierra agitada de la exhalación encendida”.

Y sugiere esta comparación: “Así como la pólvora —tocándole el fuego— rompe peñas y muros en las minas, y como la castaña —puesta al fuego— salta y se rompe y da estallido, en concibiendo el aire que está dentro de su cáscara el vigor del fuego”.

Sin embargo, Acosta considera también otros aspectos: “Lo más ordinario de estos temblores o terremotos suele ser en tierras marítimas, que tienen agua vecina. Y así se ve en Europa y en Indias, que los pueblos muy apartados de mar y aguas sienten menos de este trabajo, y los que son puertos o playas o costa o tienen vecindad con eso padecen más esta calamidad. En el Pirú ha sido cosa maravillosa y mucho de notar que desde Chile a Quito, que son más de quinientas leguas [2000 kms], han ido los terremotos por su orden corriendo; digo los grandes y famosos, que otros menores han sido ordinarios”.

Acosta menciona brevemente algunos ejemplos de sismos de los que fue testigo durante su estadía en los Andes (Chile en 1575, Arequipa en 1582), o de los que se informó después de partir hacia México (Lima en 1586, Quito en 1587). Los movimientos de 1575 y 1586 estuvieron acompañados de tsunamis: “Hizo también entonces la mar [en Lima-Callao] el mismo movimiento que había hecho en Chile: que fue, poco después de pasado el temblor de tierra, salir ella muy brava de sus playas y entrar la tierra adentro casi dos leguas [5 kms], porque subió más de catorce brazas y cubrió toda aquella playa, nadando en el agua que dije las vigas y madera que allí había”.

La correlación planteada entre oceanos y sismos es explicada de la siguiente manera: “son más sujetas a estos temblores tierras marítimas: y la causa, a mi parecer, es que con el agua se tapan y obstruyen los agujeros y aperturas de la tierra por donde había de exhalar y despedir las exhalaciones cálidas que se engendran. Y también la humedad condensa la superficie de la tierra, y hace que se encierren y reconcentren más allá dentro los humos calientes, que vienen a romper encendiéndose. Algunos han observado que, tras años muy secos, viniendo tiempos lluviosos suelen moverse tales temblores de tierra y es por la misma razón: a la cual ayuda la experiencia, que dicen, de haber menos temblores donde hay muchos pozos”.

Confirmaría este razonamiento el caso de la ciudad de México: “A la ciudad de México tienen por opinión que le es causa de algunos temblores que tiene, aunque no grandes, la laguna en que está”.

Con todo, Acosta considera excepciones a esta regla que acaba de proponer: “Aunque también es verdad que ciudades y tierras muy mediterráneas [es decir, tierra adentro], y apartadas de mar, sienten a veces grandes daños de terremotos: como en Indias la ciudad de Chachapoyas, y en Italia la de Ferrara —aunque ésta, por la vecindad del río y no mucha distancia del mar Adriático, antes parece se debe contar con las marítimas para el caso de que se trata”.

Como se aprecia, Acosta trata de sopesar la evidencia observable (correlación sismicidad-vulcanismo, mayor frecuencia de sismos en zonas costeras) y explicarla con argumentos racionales, considerando siempre las excepciones y casos particulares, que le impiden proponer generalizaciones absolutas en su explicación. Tanto Vázquez de Espinosa (1629) como Cobo (1653) elaborarán sus propias explicaciones a partir del elegante razonamieto presentado por Acosta (1590). Éstos autores del siglo XVII podrán añadir nuevos ejemplos de sismos y erupciones volcánicas ocurridas en los Andes con posterioridad a la publicación de la obra de Acosta.

Sin embargo, no todo es “racional” en las discusiones sobre la naturaleza que elaboran éstos autores eclesiásticos. Acosta considera que la mayor frecuencia de sismos en las regiones costeras tiene una “utilidad” religiosa: “parece han ido sucediendo por su orden en aquella costa todos estos terremotos notables. Y en efecto es sujeta a este trabajo: porque, ya que no tienen en los llanos del Pirú la persecución del cielo de truenos y rayos, no les falte de la tierra qué temer, y así todos tengan a vista alguaciles de la divina justicia para temer a Dios”.

Cobo, copiando a Acosta más de medio siglo después, dice lo mismo sobre las catástrofes naturales, que servirían para recordar a los pecadores de la omnipresencia divina: “para que, ya que está libre y exenta esta región marítima de las tormentas del cielo de truenos y rayos que padecen los habitadores de la Sierra, no falte a sus moradores [con los terremotos] qué temer, y dondequiera tengamos ante los ojos alguaciles de la Divina Justicia” [p. 101].

Y Cobo añade: “Comparados entre sí estos dos géneros de tempestades, por lo que yo he experimentado de entrambos los años que he residido en la Sierra y en los Llanos, juzgo por más formidable la tempestad y persecución del cielo que la de la tierra. Porque para salvar vidas de aquésta [los terremotos], se halla remedio saliéndose la gente a lugares descubiertos y apartados de cerros y edificios, y para la tormenta de rayos no hay lugar seguro en poblado ni fuera de él; la cual se hace más horrible por ser su golpe tan repentino, que primero se siente el daño que llegue a las orejas el ruido, lo cual no acontece en los temblores; si bien es verdad que son mayores los daños y pérdidas de hacienda [= propiedades] que causan éstos que no los rayos” [p. 101].

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Publicado en Cabildo Abierto (Puno), núm. 28 (octubre de 2007), pp. 16-17.

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Terremotos coloniales (Tercera Parte)

Con este tercer artículo, parte final de una serie iniciada a raiz del sismo del pasado 15 de agosto en la Costa Central peruana, nuestro colaborador Nicanor Domínguez termina la presentación de las explicaciones sobre la sismicidad en los Andes desarrolladas por diversos autores de la época colonial: los jesuitas Acosta (1590) y Cobo (1653), y el carmelita Vázquez de Espinosa (1629). En dos artículos previos Domínguez nos mostró cómo, pese a los esfuerzos de explicación racional y ‘científica’ de los movimientos telúricos, los autores mecionados partían de una visión religiosa cristiana en la que el medio natural “actuaba” en función de inescrutables designios divinos (catástrofes naturales vistas como “castigos” o “pruebas” que Dios enviaba a sus pecaminosos fieles en este mundo). Pero, ¿eran sólo ideas religiosas las que guiaban el pensamiento de los autores de ésta época?

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Otro interesante autor del siglo XVII que discute las posibles causas de los terremotos es el español Juan de Figueroa [1583-1665], quien, a diferencia de Acosta, Vázquez de Espinosa y Cobo, no fue sacerdote. Figueroa había nacido en Granada y llegado al Perú antes de 1610, con más de 25 años de edad, estableciéndose como comerciante en Potosí por casi 15 años. Allí su éxito en los negocios le permitió comprar el cargo de “veinticuatro” o regidor del cabildo de la Villa Imperial potosina. En 1634 se estableció en Lima, donde había adquirido el título de regidor del cabildo limeño, cargo que ejerció por casi tres décadas hasta 1661. En 1635 el Virrey Chinchón lo nombró Ensayador y Fundidor Mayor de la Casa de la Moneda de Potosí, lucrativo cargo que ejerció a través de un delegado o “teniente” por unos 20 años. En 1636 obtuvo el título de “familiar” (oficial laico) de la Inquisición, lo que garantizaba la “limpieza de sangre” de su estirpe (“sin traza de moro ni judío”). Fué alcalde de la capital virreinal en 1645, adquiriendo valiosas propiedades urbanas y rurales en la zona. Benefactor de los dominicos y amigo personal del mulato Martín de Porras [1579-1639], en 1657 compró la capilla creada en la celda del “bienaventurado” Fray Martín en el Convento de Santo Domingo de Lima, donde pidió ser enterrado, donando además 1,000 pesos para financiar su proceso de beatificación (obtenida finalmente en 1836; sólo sería canonizado en 1962; fiesta: 3 de noviembre).

En 1655, cuando tenía 72 años de edad, Figueroa terminó la redacción de un voluminoso y erudito texto que demuestra que, junto con su exitosa actividad mercantil, era también un sólido intelectual autodidacta (pues no parece haber estudiado en la universidad, ni en Granada ni en Lima); poseía un telescopio y estaba al tanto de los descubrimientos del físico y astrónomo italiano Galileo Galilei [1564-1642]. El difunto historidor Guillermo Lohmann Villena [1915-2005], de quien tomamos todos estos datos, lo calificó de “hombre de amplia cultura y espíritu refinado”. La obra de Figueroa, titulada Opvsculo de astrologia en Medicina, y de los terminos, y partes de la Astronomia necessarias para el vso de ella, fue publicada en Lima en 1660. Sus casi 700 páginas, organizadas en 6 “opúsculos” precedidos de una “tabla de materias”, pretendían demostrar la utilidad de la astrología para el ejercicio de la medicina, la influencia de los astros sobre la recuperación de la salud y el bienestar humanos.

Los ‘censores’ coincidieron en que era: “obra curiosissima, y que dá noticias de razones y causas naturales (...) bien asistidos de reverencia Catolica sus discursos, y que para tratar de la inclinacion y naturaleza de las estrellas, primero se postraron a la verdad de la Fe” (jesuita Alonso de Peñafiel); “y aviéndolos reconocido [los ‘opúsculos’] con toda atencion, quanto mi diligencia puede alcançar. No hallo en ellos cosa que sea en perjuicio de nuestra santa Fé Católica; ni de las buenas costumbres, mas antes todos sus discursos y materias Astrologicas las trata el Autor con obediencia, modestia, y resignacion Christiana, sin palabra advertida, ni descuidada, y sin darles mas certeza de la que se compadece con la buena y sana do[c]trina: y de mi parecer, es obra digna de que salga a luz, porque la dará a los buenos ingenios de muchas cosas naturales y utiles” (franciscano Francisco de Borja). En otras palabras, una obra ‘científica’ ajustada a los preceptos teológicos cristianos de la época.

En el sexto y último ‘opúsculo’ del libro (“de la pronosticacion general de los tiempos”), Figueroa dedica dos capítulos al tema de los sismos: el 19, “De la causa de los Terremotos y temblores de la tierra” (f. 329v-332v) y el 20, “De las causas inmediatas a los temblores de la tierra” (f. 332v-334r). El primero sintetiza los conocimientos geológicos de la ciencia europea del siglo XVII, aún basados en las ideas propuestas dos milenios antes por el filósofo griego Aristóteles [384-322 A.C.] (ideas que Acosta, Vázquez de Espinosa y Cobo compartían, pero no explicitaron en sus obras), y el segundo especula sobre la frecuencia de los sismos y su posible correlación --y potencial pronosticación-- con respecto a los astros y sus movimientos.

Así, Figueroa afirma: “Divídese el elemento de la tierra en tres partes”. Que serían: (a) “La primera, comiença de la redondez de toda la superficie sobre que andamos, viuen los hombres y animales, crecen plantas y se crian las mieses y yerbas; en ella se hazen las fuentes, montes y bocas de fuego”; (b) “En la Region media, decendiendo hazia el centro, se engendran las exalaciones, mediante el calor del Sol y las influencias de los Astros; aqui es donde se crian minas y metales, y de las exalaciones oprimidas resultan los temblores”; y (c) “La vltima Region, inmediata al centro, no produce cosa alguna, porque el calor del Sol y las influencias de los cuerpos celestes no penetran tanta distancia, y en ella esta la tierra en pureza y simplicidad de elemento”. Además: “El grueso de la primera region no excede de siete estados; la profundidad de la segunda no se lee quanta sea” (f. 329v).

Es decir, el centro de la tierra no sería el lugar de donde provendría la lava que expulsan los volcanes, sino una región fria e inerte (por eso, cuando el poeta medieval italiano Dante Alighieri [1265-1321] describe en La Divina Comedia el último círculo del infierno, ubicado por él en el centro de la tierra, éste es un lugar totalmente congelado). La irradiación solar penetraría la corteza de la tierra y calentaría los metales de la ‘región intermedia’, como el azufre, que al expandirse o hacer explosión causarían las erupciones volcánicas y los temblores (f. 330-332). Por eso, como indican Acosta, Vázquez de Espinosa y Cobo, excavar pozos ayudaría a expulsar los gases que de otro modo provocarían los sismos.

Figueroa distingue: “Tres maneras ay de temblores y terremotos: La primera, quando la tierra se mueve a vno y otro lado; la segunda, y mas fuerte, es quando se leuanta de abaxo arriba; y la tercera, y mas furiosa, quando se lleua tras de sí la tierra y haze un monte donde no lo avia; y la primera es temblor y las dos ultimas son propiamente terremotos” (f. 329v). La correlación entre sismos e influencias astrológicas la expresa en éstos términos: “Y ultimamente [= en última instancia] los temblores proceden de causas universales que precedentemente disponen, y otras particulares, que actualmente mueven” (f. 333r). Los planetas: “Saturno, Marte y Mercurio son los significadores de los terremotos, que acontecen mas en las regiones Meridionales, que en las Septentrionales” (f. 332v). Fruto de sus observaciones astronómicas, Figueroa concluye: “Tengo experimentado por muchos años, que siempre q[ue] en Lima ha auido temblores, se ha hallado Aquario, o Scorpion en el Ascendente, o en el occiduo [sic], porque domina Aquario en esta ciudad” (f. 333r).

¿Qué tan “anticuadas” resultan hoy en día, a inicios del siglo XXI, estos modos ‘Cristianos’ y ‘Clásicos’ de entender los desastres naturales? Pese a los avances de la sismología como ciencia que estudia los movimientos telúricos, las creencias populares siguen expresando una percepción “pre-científica” de las catástrofes naturales. Hace poco más de un mes el diario La República (Lima, 10-XI-2007) informaba que: “Un estudio realizado por la consultora Arellano Marketing reveló que más del 50% de habitantes de Pisco cree que el terremoto del 15 de agosto se produjo por motivos sobrenaturales, por voluntad superior o castigo divino, mientras que 70% de limeños considera que se trató de un fenómeno natural”. La enormidad de la catástrofe vivida parece no tener una explicación racional posible, a menos que las muertes y la destrucción ocurridas puedan ser “explicadas” como fruto de un designio superior, aunque en última instancia inescrutable. Muertes y destrucción resultan así “aceptables” o “entendibles” ya que ocurrirían “porque Dios lo permite”.

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Publicado en Cabildo Abierto (Puno) núm. 29 (noviembre-diciembre de 2007), pp. 16-17.

Ver: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_remository&op=ListarDocumentos&id=4&inicio=0

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