Espacio virtual creado realmente por Nicanor Domínguez. Dedicado a la historia del Sur-Andino peruano-boliviano.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

Reflexiones sobre el “problema histórico” de la
 “violencia aimara”

Reflexiones sobre el “problema histórico” de la
 “violencia aimara” en el Sur Andino [Primera Parte].

El pasado domingo 13 de enero [2008] el diario “El Comercio” de Lima publicó una alarmada nota titulada “Grupos políticos radicalizan un discurso étnico aimara en Puno”. Mas allá de las primicias y descubrimientos que pretenden presentarse en dicha nota, nuestro colaborador Nicanor Domínguez quisiera discutir algunos de los presupuestos ideológicos que subyacen en este nuevo ejemplo de visión limeñocéntrica y prejuiciosa sobre los pobladores del Altiplano en general y los hablantes de la lengua aimara en particular.

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Tras los “sucesos de Ilave” (que alcanzaron su punto álgido con el asesinato del alcalde Cirilo Robles Callomamani el 26-abr-2004, luego de casi un mes de movilizaciones y del bloqueo de la vía que comunica Puno con Bolivia), la ‘clase política’, los analistas de distintas especialidades, así como el periodismo “nacional” --todos ellos residentes en nuestra ciudad capital, sin embargo poblada mayoritariamente por migrantes provincianos--, expresaron con distintos grados de sorpresa y horror su incompresión frente a lo sucedido. En lugar de buscar explicaciones racionales, muchos de ellos expresaron sus miedos más recónditos frente a lo que no entendían o, quizás, a lo que no estaban dispuestos a comprender.

Los esfuerzos serios de explicar lo sucedido en Ilave consideran que:

(a) fue un conflicto de poder local,

(b) entre facciones políticas con escasa legitimidad debido a la atomización de las candidaturas a la alcaldía en las elecciones municipales previas,

(c) agravado por la movilización de comunidades campesinas del distrito hacia la capital distrital,

(d) por la agitación en torno a las acusaciones de corrupción contra el alcalde, y

(e) por la irresponsable demora del Estado central en mediar entre las partes.

En otras palabras, como la suma de una serie de procesos políticos locales y nacionales coyunturales, influídos en buena medida por las consecuencias del ciclo de casi dos décadas de violencia de la Guerra Civil entre “Sendero Luminoso” y el Estado peruano ocurrida entre 1980 (robo y quema de ánforas en Chuschi, Cangallo, Ayacucho, el 18-mayo, día de la elecciones nacionales), 1992 (captura el 12-set. de Abimael Guzmán Reinoso, “Gonzalo”) y 1999 (captura el 14-jul. de Óscar Ramírez Durán, “Feliciano”).

Pese, pues, a la suma de éstos y otros procesos sociales y políticos en el caso concreto de Ilave, la imagen periodística y --por desgracia-- general de muchos peruanos se ha enfocado en el hecho paralelo, pero inconexo, de ser la mayoría de los implicados personas hablantes de la lengua aimara.

Quizás porque en la vecina Bolivia se ha venido desarrollando desde las décadas de 1980 y 1990 un movimiento político de reivindicación étnica que reclama el reconocimiento de las “nacionalidades” indígenas agrupadas en función de criterios lingüísticos (grupos quechuas, aimaras y guaraníes, entre otros), y que este movimiento étnico (sucesor del movimiento sindical “clasista” de organizaciones campesinas y mineras de las décadas previas) formara uno de los pilares de la alianza política que llevó finalmente a la presidencia boliviana a Evo Morales (inauguración el 22-ene-2006). Quizás, pues, este “aimarismo” de Bolivia haya podido estar detras de los miedos expresados en Lima.

En todo caso, ¿de dónde proviene la idea tan socorrida en éstas pseudo-explicaciones periodísticas, y en el “subconsciente colectivo” de muchos peruanos, de una condición violenta innata entre la población indígena de habla aimara? Si es innata, ¿habrá existido siempre? ¿Desde cuándo disponemos de evidencias históricas que puedan confirmar ésta suposición? Tratemos de esbozar una explicación crítica de esta estereotípica imagen negativa repasando brevemente el registro histórico de las revueltas y rebeliones ocurridas en el Sur Andino, y en especial en el Altiplano del Titicaca, desde el siglo XVI.

Los cronistas españoles que recogieron sus informaciones de entre los miembros sobrevivientes de la nobleza Inca cuzqueña a mediados del siglo XVI, indican que los Incas consideraban como buenos guerreros a los habitantes del Collao (y a los “serranos” en general), cosa que no ocurría con los “yungas” (habitantes de tierras bajas tanto de lo que hoy llamamos en el Perú la ‘Costa’ como de la ‘Ceja de Selva’). En esa época los conquistadores se habían enfrentado con los ejércitos de Manco Inca (1536-1539) y luego los gobernadores y primeros virreyes habían mantenido tensas relaciones con los Incas de Vilcabamba (1539-1572). La “pax colonial”, es decir, la imposición de un sistema de explotación colonial estable se logró con el Virrey Toledo (1569-1581). Los únicos ejemplos de “desorden” que conocemos son conspiraciones que no estallaron (de indios del Valle del Mantaro en 1565, de mestizos en el Cuzco en 1568), o de movimientos de carácter religioso suprimidos por la Iglesia sin intervención militar (el “Taqui Oncoy” en Parinacochas y otras zonas de las actuales regiones de Ayacucho, Apurímac y Huancavelica en 1569-1570).

En el siglo XVII los temores de las élites coloniales en Lima y Chuquisaca se enfocaron en los violentos conflictos que enfrentaban a mineros españoles por el control de los más ricos yacimientos de plata del Sur Andino (Potosí en 1622-1625, Caylloma en 1629-1630, Chocaya en 1634-1636, Carangas hacia 1640, Lípez en 1648-1650, San Antonio de Esquilache en 1651-1652, y Laicacota en 1665-1668). A esto se sumó el temor de una posible movilización masiva de mestizos, debido al motín que ocurrió en La Paz (10-dic-1661) y que costó la vida de algunas autoridades, pero que terminó en derrota al intentar ocupar Laicacota (28-dic-1661). Pese a la denuncia y castigo de una conspiración de indios en Lima (dic-1665), los únicos ejemplos de rebelión indígena en la época corresponden al grupo más marginal de todos, los Uros del Desaguadero (rebelados y reprimidos militarmente en 1618, 1633 y 1677).

Para el siglo XVIII se han estudiado una serie de rebeliones locales a lo largo del virreinarto peruano, así como del Sur Andino. No se percibe ninguna particular predisposición de los comuneros aimara-hablantes por la violencia, si se comparan con los casos de comuneros quechua-hablantes. El origen del estereotipo, sin embargo, se encuentra en algunos incidentes ocurridos durante la Gran Rebelión Tupamarista (1780-1783).

Los cuatro focos principales de esta masiva insurrección fueron:

(a) las provincias del Cuzco, donde el cacique José Gabriel Condorcanqui, “Túpac Amaru”, tenía sus principales alianzas y colaboradores, pero donde, tras levantar el sitio de la ciudad del Cuzco (ene-1781), fue capturado y ejecutado (18-mayo-1781);

(b) el Altiplano septentrional, donde el cacique Pedro Vilca Apaza, de Azángaro, apoyó a Diego Cristóbal “Túpac Amaru”, hasta las capitulaciones de 1783;

(c) el Altiplano meridional, donde el indio Julián Apasa, “Túpac Catari”, sitió La Paz por varios meses en 1781, pero fue capturado y ejecutado (14-nov-1781); y

(d) la provincia de Chayanta, cercana a Potosí y a Chuquisaca, donde el asesinato del cacique Tomás Katari (7-ene-1781) transformó un proceso de autonomía indígena local en parte de la Gran Rebelión, incluyendo el sitio de Chuquisaca (feb-1781).

Algunos historiadores proponen una “Fase Quechua” de la rebelión, liderada por los Túpac Amaru en Cuzco, y una “Fase Aimara”, dirigida por Túpac Catari en La Paz.

De entre los diversos episodios de violencia ocurridos entonces, perpetrados por los rebeldes indígenas así como por los ejércitos coloniales españoles --que también contaban con fuerzas indígenas de apoyo--, son las ocupaciones y destrucciones de Chucuito (abr-1781) y Puno (mayo-1781), así como los prolongados cercos de La Paz (mar-abr y ago-nov-1781), los que originan las imágenes de violencia extrema que se achaca a los aimara-hablantes. Por supuesto, estas son imágenes producidas por aquellos que consideraban a las comunidades indígenas rebeldes como enemigos mortales. Para ellos, sólo las atrocidades cometidas por los rebeldes eran consideradas “bárbaras” o “salvajes”, no así las cometidas por los ejércitos coloniales y sus auxiliares durante el proceso de represión.

Éste estereotipo anti-aimara ha evolucionado desde 1781 hasta hoy, y ha tratado de ser explicado como parte de sus “tradiciones” (su cultura, que les enseñaría a ser violentos) o de su “naturaleza” (una condición de agresividad biológica inevitable). Veremos en un segundo artículo cómo han cambiado las pseudo-explicaciones de la “violencia aimara”, tanto en el Perú como en Bolivia, en los siglos XIX y XX.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 30, febrero de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la
 ”violencia aimara” en el Sur Andino [Segunda Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez continúa con su crítica a las estereotipadas interpretaciones de una pretendida “particular proclividad a la violencia” que, desde 1781, se han propuesto sobre las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste segundo artículo se discuten los distintos “discursos discriminatorios” sobre la población indígena por parte de las élites intelectuales coloniales y republicanas, desde el siglo XVI en adelante, inspirados en distintas nociones y conceptos desarrollados por la cultura Europeo-Occidental. En una siguiente colaboración, Domínguez discutirá los diversos ciclos de movilizaciones sociales en el Altiplano del Titicaca a lo largo de los siglos XIX y XX, y cómo éstos casos de resistencia y defensa de los intereses campesinos han sido vistos e interpretados por las élites terratenientes peruanas y bolivianas.

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Desde la segunda mitad del siglo XX, estamos acostumbrados a calificar negativamente de “racista” prácticamente a toda forma de discriminación social, política, cultural y económica de los grupos dominantes respecto de los grupos dominados en aquellas sociedades formadas, como las latinoamericanas, por individuos de distintos orígenes étnico-raciales.

Éste tipo de crítica anti-racista se impone a mediados del siglo XX debido a:

(a) la condena internacional a las políticas de represión y exterminio contra la minoría étnico-religiosa judía de la Alemania Nazi (1933-1945), y su proyección a nivel de toda Europa --incluyendo a otras minorías étnicas calificadas también de “razas inferiores”--, durante la II Guerra Mundial (1939-1945); y

(b) el desprestigio de las prácticas segregacionistas en los Estados Unidos en contra de los descendientes de esclavos africanos liberados tras la Guerra Civil (1861-1865), prácticas que fueron finalmente abolidas legalmente como consecuencia de las campañas por los “Derechos Civiles” de las décadas de 1950 y 1960.

Además, tanto las ideas liberales originadas en la Ilustración del siglo XVIII, que propugnan la igualdad de los ciudadanos ante la ley en cada país, así como las ideas socialistas desarrolladas desde el siglo XIX, que promueven la solidaridad internacional de la “clase obrera” sin distinciones nacionales, relegan a un segundo o tercer plano la realidad de las identidades étnico-raciales. Éstas identidades sub-nacionales han sido causas de división y de discriminación al interior de las sociedades que han tratado de llevar a la práctica, durante el pasado siglo XX, esas opuestas ideas y proyectos políticos.

Así, durante los últimos 50 ó 60 años, tanto las expresiones ideológicas como las prácticas cotidianas de discriminación han perdido la validez, el prestigio y la aceptación que tuvieron durante los 100 años anteriores en círculos políticos y académicos, cuando las ideas de la existencia de grupos raciales “superiores” e “inferiores” era aceptada y promovida desde los centros de poder internacional en Europa y en los Estados Unidos, y asimilada por las élites locales en América Latina. Los años entre aproximadamente 1840-1850 y 1940-1950 fueron la época del predominio del “racismo científico” en la Cultura Occidental, cuando las nuevas ideas biológicas de la ciencia europea (incluyendo la Teoría de la Evolución propuesta por Darwin en 1859) fueron utilizadas para “explicar” las diferencias sociales, políticas, culturales y económicas de la Humanidad.

Es decir, al mismo tiempo que las “Revoluciones Burguesas” del siglo XIX proclamaban la igualdad legal de los ciudadanos, las élites intelectuales y políticas más conservadoras y reaccionarias desarrollaban discursos pseudo-científicos para reafirmar las antiguas prácticas discriminatorias que los beneficiaban y les permitían controlar el poder, tanto en Europa como en las colonias que iban adquiriendo en África, Asia y Oceanía durante el “siglo del colonialismo” (1870-1960).

En otras palabras, la noción que hoy tenemos de “racismo” no es la única forma, universal y eterna, de la discriminación humana. Por el contrario, el “racismo”, como indica el antropólogo peruano Enrique Mayer, es una forma históricamente determinada de discriminación, originada durante el siglo XIX al aplicarse ideas tomadas de la biología para justificar las desigualdades humanas en términos de cualidades (positivas o negativas) supuestamente heredadas biológicamente por las personas.

Por esta razón, es un error proyectar indiscriminadamante al pasado la noción de “racismo”. Antes del siglo XIX existieron otras formas de justificar las desigualdades entre los seres humanos. Formas pre-modernas donde los discursos pseudo-científicos no eran centrales, sino más bien se utilizaban otros criterios, de carácter religioso-culturales, para presentar las desigualdades humanas como “naturales”, como parte del “orden divino” diseñado para la Humanidad. El proyecto moderno de la Ilustración, que reducía la religión a una práctica privada del individuo y que promovía la igualdad legal de los ciudadanos, rompió con las ideas previas de una jerarquía social inspirada por Dios, en la que la “desigualdad natural” de los seres humanos era una de las nociones centrales (propuesta originalmente por el filósofo griego Aristóteles en el siglo IV AC).

En el caso de los Andes, y desde el siglo XVI, los discursos para justificar la discriminación y la explotación también deben verse en relación a estos modos “modernos” y “pre-modernos” de “explicar” la exclusión.

Los logros tecnológicos evidenciados en los restos arqueológicos de las sociedades andinas del período Inca y épocas anteriores, posibles debido a una efectiva organización político-social capaz de planificar y llevar a cabo proyectos de edificaciones y construcciones arquitectónicas monumentales a lo largo de varias generaciones, sorprendieron a los propios conquistadores españoles en el siglo XVI. Con el reordenamiento colonial de los siglos XVI al XVIII, la población indígena campesina de los Andes vió reducida su imagen ante los colonizadores: una masa indiferenciada de trabajadores (“los indios”), destinada a servir los intereses del Estado colonial, de la iglesia que se dedicó a evangelizarlos y de los “empresarios coloniales” de origen tanto peninsular como criollo.



Para éstos grupos dominantes de la sociedad colonial la “resistencia pasiva” de las comunidades campesinas indígenas, forzadas al acomodo cotidiano bajo las normas impuestas por la situación colonial a la que estaban sometidas, fue interpretada como una muestra de la condición “infantil” o “pusilánime” del indio. Cualquier forma de resistencia o mobilización campesina activa y violenta, por el contrario, era interpretada como muestra de su condición “irracional” y “agresiva” innatas. De una u otra forma, la imagen del indio colonial (y la de su descendiente, el indio del período republicano) fue caracterizada como la de un ser “incivilizado”. Si esto era así, ¿cómo entender los logros materiales de los Incas, que habían tenido como súbditos a los antepasados de esos mismos indios?



Durante la época colonial la explicación se buscó desde una de las características de la sociedad monárquica española: el aristocratismo (el predominio de valores culturales y sociales jerárquicos de la aristocracia dominante). La nobleza en España, como los Incas en los Andes, eran de una “calidad” superior a la de los súbditos, ya fuesen éstos campesinos españoles o campesinos indígenas andinos. Los indios habían estado sabiamente gobernados por la monarquía incaica, cuyos prudentes soberanos estarían casi a la altura de los Católicos reyes de la monarquía española.

Durante el siglo XIX, influidos por las ideas del nuevo “racismo científico” (la idea pseudo-científica de que los grupos humanos de distintas características físicas externas pertenecen a distintas “razas biológicas” y que algunas son superiores a otras), los intelectuales criollos y mestizos de los países andinos añadieron a la antigua idea colonial del “indio de calidad inferior” la nueva noción del “indio biológicamente inferior”.

Así, la marginación y subordinación de la población indígena es la más pesada “herencia colonial” con la que tenemos que luchar en los países andinos, y en Latinoamérica en general. Y para ello, la creación de nuevos discursos intelectuales, culturales, sociales y políticos, que destierren las dicotomías opresoras de superioridad/inferioridad, adelanto/atraso, inclusión/exclusión, y que enfaticen las nociones de aceptación, tolerancia, igualdad, respeto y dignidad, son una necesidad urgente en nuestros países, hoy más que nunca.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 31, marzo de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Tercera Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez continúa con su crítica a las estereotipadas interpretaciones de una pretendida “particular proclividad a la violencia” que se han propuesto sobre las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino desde 1781. En éste tercer artículo Domínguez resume los “discursos discriminatorios” contra las comunidades indígenas (el aristocratismo colonial, la exclusión ciudadana-liberal de los tributarios y los nuevos discursos racistas decimonónicos), discutiendo brevemente los diversos ciclos de las movilizaciones sociales en el Altiplano del Titicaca a lo largo del siglo XIX.

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Los años entre aproximadamente 1840-1850 y 1940-1950 enmarcan la época del “racismo científico” en la Cultura Occidental, cuando las nuevas ideas biológicas de la ciencia europea (incluyendo la Teoría de la Evolución propuesta por Darwin en 1859) se utilizaron para “explicar” las diferencias sociales, políticas, culturales y económicas de la Humanidad. Antes del siglo XIX existieron otras formas de justificar las desigualdades entre los seres humanos. Formas pre-modernas donde los discursos pseudo-científicos no eran centrales, sino más bien se utilizaban otros criterios, de carácter religioso-culturales, para presentar las desigualdades humanas como “naturales”, como parte del “orden divino” diseñado para la Humanidad, una jerarquía social inspirada por Dios, en la que la “desigualdad natural” de los seres humanos era una de las ideas centrales.

Para las élites del período colonial la “resistencia pasiva” de las comunidades campesinas indígenas, forzadas al acomodo cotidiano bajo las normas impuestas por la dominación colonial a la que estaban sometidas, fue interpretada como una muestra de la condición “infantil” o “pusilánime” del indio. Cualquier forma de resistencia o mobilización campesina activa y violenta, por el contrario, era interpretada como muestra de su condición “irracional” y “agresiva” innatas. De una u otra forma, la imagen del indio colonial (y la de su descendiente, el indio del período republicano) fue caracterizada como la de un ser “incivilizado”.

Durante la época colonial la explicación y justificación de la “incivilidad indígena” se buscó desde una de las características de la sociedad monárquica española: el aristocratismo (el predominio de valores culturales y sociales jerárquicos de la aristocracia dominante). La nobleza en España, como los Incas en los Andes, eran de una “calidad” superior a la de los súbditos, ya fuesen éstos campesinos españoles o campesinos indígenas andinos.

Éstas ideas aristocráticas fueron cuestionadas desde mediados del siglo XVIII por el “proyecto moderno” de la Ilustración. El Liberalismo de inicios del siglo XIX propuso borrar las diferencias sociales mediante la propuesta de “igualdad ante la ley” de todos los “ciudadanos”. Por eso, en las nuevas repúblicas independientes latinoamericanas el principal problema político del siglo XIX fue el definir quiénes eran los “ciudadanos” con acceso a las decisiones de gobierno, y quiénes no tenían tales derechos. La población indígena, así como los esclavos, las mujeres, los hombres menores de 25 a 35 años, especialmente aquellos carentes de bienes y posesiones materiales que los hicieran “respetables”, resultaron excluídos. En el caso específico de “los indios”, el tema del “tributo indígena” fue central, ya que esa exigencia fiscal colonial --mantenida después de la Independencia-- los marcaba como un grupo especial necesitado de protección, al margen de la ciudadanía y los derechos políticos de las nuevas naciones, especialmente en los países andinos.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, influidos por las ideas del nuevo “racismo científico” (la idea pseudo-científica de que los grupos humanos de distintas características físicas externas pertenecen a distintas “razas biológicas”, siendo unas superiores a otras), los intelectuales criollos y mestizos de los países andinos añadieron a la antigua idea colonial del “indio de calidad inferior” la nueva noción del “indio biológicamente inferior”. Ésta nueva ideología se aplicó de inmediato a la exclusión política de “los indios”, para mantenerlos fuera de la “comunidad política” de los “ciudadanos” con plenos derechos y obligaciones.

Estos tres distintos “discursos discriminatorios” (aristocratismo colonial, exclusión ciudadana-liberal de los tributarios, nuevos discursos racistas) fueron aplicados a los tres principales ciclos de movilizaciones campesinas ocurridas en el Altiplano peruano-boliviano a lo largo del siglo XIX.

La resistencia violenta de las comunidades indígenas andinas ante la explotación colonial y republicana ha tenido como denominador común la defensa de las tierras comunales y los recursos naturales que hacen posible la supervivencia misma de los miembros de éstas. En numerosas ocasiones los actos de violencia campesina fueron causados por los abusos de las autoridades civiles o religiosas locales, especialmente cuando a los “abusos ordinarios” respaldados por el sistema legal (tributos y mitas coloniales, contribuciones y conscripciones republicanas) se sumaban nuevos “abusos extra-ordinarios” (restablecimiento legal o ilegal de impuestos derogados, nueva legislación ‘des-protectora’ de los derechos comunales, exigencias ilegales aplicadas abusivamente).

Como sugiriera el historiador marxista británico E.P. Thomspson [1924-1993] con la noción de “economía moral”, el “equilibrio” de la explotación social y económica pre-moderna era aceptado por los explotados hasta un cierto límite, el cual, al ser excedido por los explotadores, ocasionaba la respuesta violenta de los explotados. En los Andes coloniales ese “equilibrio” estaba organizado en torno al “tributo”, un impuesto que sólo pagaban los campesinos con acceso a tierras comunales (tierras que, teóricamente, eran propiedad del rey de España como consecuencia de la Conquista). Desde la época toledana (1569-1581) el tributo “pagaba” al Estado colonial por la protección legal de las tierras comunales. Este “pacto tributario” garantizaba el acceso comunal a las tierras indígenas. Tanto en la época colonial como en el siglo XIX republicano, el tributo era un “marcador étnico”, pues sólo los “indios” estaban obligados a pagarlo. Para los liberales decimonónicos, el “tributo” era además un “marcador de inferioridad política”, pues excluía a quienes lo pagaban de acceder a la ciudadanía individual y plena.

Los tres ciclos de violencia campesina generalizada en el Altiplano del Titicaca a lo largo del siglo XIX, de unos 4 a 7 años de duración cada uno, fueron:

(I) la época inicial de la Independencia entre 1810-1816, ciclo iniciado por la represión realista desde el Cuzco contra las Juntas de 1809 en Chuquisaca y La Paz, seguida de 3 expediciones patriotas desde Buenos Aires y por la llamada “rebelión de Pumacahua” (1814-15), proceso que movilizó a los caciques, kurakas e hilacatas de todo el Sur Andino, y a sus subordinados indígenas, en apoyo de ambos grupos, patriotas y realistas;

(II) los años de 1866-1871, con movilizaciones indígenas en los departamentos de Puno (resistencia a la reimplantación del cobro del tributo en el Perú, incluyendo la rebelión de Huancané liderada por Juan Bustamante, 1867-68) y de La Paz (resistencia a la venta de tierras comunales en Bolivia, culminando con la caída del Presidente Melgarejo, 1869-71); y

(III) el descontento de los años 1884-1887, especialmente en el Perú (por el restablecimiento en 1886 de la “contribución indígena” abolida en 1854), y con menor énfasis en Bolivia (donde la ley de 1874 que abolió las comunidades para promover la propiedad indígena individual, fué revisada en 1883 por la ley que permitía la subsistencia de aquellas comunidades que puedieran mostrar títulos coloniales, debido a la presión de los “comunarios” y sus “apoderados indígenas”).

Un cuarto ciclo de movilizaciones campesinas en el Altiplano, entre 1895-1899, tanto en el Sur peruano (ciclo contra el estanco de la sal y el cobro ilegal de la contribución abolida, 1895-97) como en Bolivia (alianza entre aimaras y liberales en la Guerra Federal, 1898-99), corresponde más bien a desarrollos propios del siglo XX, y como tal será tratado en un siguiente artículo.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 32, abril-mayo de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Cuarta Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez continúa con su crítica de las estereotipadas visiones que se han propuesto, desde 1781 hasta la actualidad, sobre una pretendida “particular proclividad a la violencia” de las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste cuarto artículo se discute si en los ciclos de movilizaciones campesinas de 1810-1816, durante las Guerras de Independencia, y de 1866-1871, especialmente con la llamada “Rebelión de Juan Bustamante”, puede distinguirse alguna “particularidad violentista” entre las comunidades aimaras del Altiplano peruano-boliviano.

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La Guerra de Independencia comenzó muy tempranamente en el Altiplano Surandino con las juntas autonomistas de Chuquisaca y La Paz, formadas en 1809. La represión de éstas juntas, formalmente parte del Virreinato del Río de la Plata, se llevó a cabo desde el Sur del Perú, debido al desarrollo de un movimiento autonimista en Buenos Aires (1810) y al enérgico gobierno del Virrey Abascal en Lima (1806-1816). Las juntas charqueñas o alto-peruanas fueron reprimidas entre 1810-1813 por el Presidente de la Audiencia del Cuzco, el arequipeño Juan Manuel de Goyeneche, enviado por el Virrey Abascal. Este ejército realista bajo-peruano contaba con auxiliares indígenas del Cuzco y Azángaro, y en el período más violento (1811-1812), los caciques de las Intendencias alto-peruanas de La Paz, Cochabamba, Potosí y Chuquisaca fueron movilizados tanto en apoyo de los realistas como de los patriotas. Las comunidades afectadas eran tanto aimara- como quechua-hablantes. En un siguiente momento, los refuerzos realistas comandados por Joaquín de la Pezuela (1813-1816) restablecieron el dominio colonial sobre el Alto Perú y derrotaron a los ejércitos patriotas provenientes de Buenos Aires y del Río de la Plata.

La violenta “pacificación” colonial del Altiplano alcanzada en 1813 se vió casi inmediatamente amenazada por la llamada “rebelión de Pumacahua y los hermanos Angulo” (1814-1815), surgida en el Cuzco y extendida hacia el Este (Puno, La Paz), Sur (Arequipa) y Oeste (Huamanga). La columna militar insurgente encabezada por el cura Ildefonso Muñecas y por Manuel Pinelo avanzó hacia el Altiplano. Allí la guarnición de Puno se rindió sin pelear, pero el ataque a La Paz sí fue violento y la ciudad fue duramente saqueada por las tropas indígenas y mestizas, quechua- y aimara-hablantes, provenientes del Cuzco y Puno. Pezuela envió al Gral. Juan Ramírez a recuperar La Paz (XI-1814), y fueron sus tropas las que derrotaron al cacique Pumacahua en Umachiri (III-1815). Ramírez ordenó la ejecución de Pumacahua en Sicuani, desde donde avanzó al Cuzco, capturando y ejecutando a los hermanos Angulo y a otros líderes rebeldes (IV-1815). Éste ejército realista de Ramírez también contaba con auxiliares indígenas provenientes del Sur Andino, tanto quechua- como aimara-hablantes.

Durante las campañas de 1810-1816 en el Sur Andino, las autoridades coloniales no dejaron de subrayar, intencional y quizás exageradamente, que los indios “bárbaros” y “desborados” querían acabar con todos los “españoles”, es decir, todos los blancos, fuesen peninsulares o criollos. El recuerdo de la Gran Rebelión Tupamarista de inicios de la década de 1780 fue utilizado para atemorizar a los criollos y evitar alianzas anti-coloniales entre éstos y los rebeldes cuzqueños (como señala Charles Walker en su libro 'De Túpac Amaru a Gamarra: Cusco y la formación del Perú republicano, 1780-1840' [1999]).

El testimonio del criollo puneño José Rufino Echenique [1808-1887], quien llegaría a ser Presidente del Perú (1851-1855), corrobora esta imagen de violencia anti-española y de una “guerra de castas” (o “de razas”) en el Altiplano en 1814. En sus ‘Memorias para la Historia del Perú (1808-1878)’, publicadas en 2 tomos sólo en 1952 (Lima, Ed. Huascarán), Echenique cuenta como salvó la vida a los 5 años cuando, estando en la hacienda de un tío suyo en Carabaya, uno de los rebeldes se apiadó de él, separándolo del grupo de prisioneros que terminó asesinado (vol. I, pp. 4-5).

La intensidad de la represión colonial de 1810-1816 y la presencia de un poderoso ejército realista en el Alto Perú desde 1813, reforzado además con el traslado al Cuzco a fines de 1820 del Virrey La Serna (1820-1824), ayudan a entender que el Sur Andino se mantuviera como una zona mayormente “pacífica” durante las Campañas Libertadoras de San Martín (1820-1822) y de Bolívar (1823-1826).

Tuvieron que pasar 40 años tras el final de las Guerras de Independencia para que el Altiplano del Titicaca fuera nuevamente escenario de movilizaciones campesinas indígenas. La existencia de dos estados-nacionales distintos, con políticas y legislaciones no siempre coincidentes, hace del estudio comparativo del período republicano en esta región andina un ejercicio particularmente complicado. Los procesos históricos ocurridos en el sector puneño y en el sector paceño del Altiplano del Titicaca no avanzaron siempre de modo sincrónico o coordinado. Sin embargo, la permanente porosidad de las fronteras internacionales que dividen el Altiplano peruano-boliviano permitió la mutua influencia a través de individuos, ideas e intereses provenientes de ambos países.

Las guerras que siguieron a la proclamación de la Independencia de Bolivia (6-VIII-1825), especialmente durante los años de la Confedración Perú-Boliviana (1836-1839) y de las invasiones peruana a Bolivia (1841) y boliviana al Perú (1842), afectaron a las comunidades indígenas del Altiplano, aunque fueron éstas principalmente guerras de ejércitos regulares de relativa corta duración, por lo que no ocasionaron la ruptura de las relaciones tradicionales de subordinación de las comunidades a las élites puneñas o paceñas, ni el desarrollo de movilizaciones campesinas autónomas y contrarias al dominio de las autoridades nacionales y/o provinciales de ambos países.

Los años de 1866-1871, por el contrario, fueron testigo de masivas movilizaciones indígenas en el departamento de Puno, en contra de la reimplantación del cobro del tributo en el Perú, incluyendo destacadamente la rebelión liderada por Juan Bustamante (1867-1868); y en el departamento de La Paz, con la resistencia a la venta de tierras comunales en Bolivia, que culminó con la caída del Presidente Melgarejo (1869-1871).

La rebelión de Juan Bustamante se inició en Huancané, zona aimara al norte del Lago Titicaca, y se extendió por zonas quechua-hablantes en las provincias vecinas de Azángaro, Lampa y Puno. Así, éste movimiento de protesta campesina trasciende especificidades étnico-lingüísticas y se explica no sólo por las condiciones de explotación locales y las fluctuaciones económicas regionales, como veremos, sino por las crisis políticas nacionales de la época.

Para explicar los complejos procesos locales, regionales y nacionales que se interconectan en el Norte del Lago en 1867 recurriremos a la síntesis elaborada por el Profesor Michael J. Gonzales, de la Universidad del Norte de Illinois (DeKalb, Illinois, EE.UU.), en su artículo “Neo-Colonialism and Indian Unrest in Southern Peru, 1867-1898”, publicado en el ‘Bulletin of Latin American Research’ (vol. 6, no. 1, 1987, pp. 1-26). La traducción que sigue corresponde a las páginas 12-15 (no se incluyen las notas con las referencias bibliográficas del artículo original).

“La primera y más grande rebelión en el área de Puno fue la Rebelión de Bustamante de 1867-1868. Llamada así por el Coronel Juan Bustamante, un conocido político y comerciante puneño, la rebelión comenzó como una protesta contra el restablecimiento de la ‘contribución personal’, contra un impuesto temporal para financiar reparaciones en la catedral puneña, y contra un cobro ilegal sobre la producción de granos impuesto por un gobernador local. Los investigadores han enfocado su atención en Bustamante, una figura interesante y colorida que abogó en el Congreso nacional por leyes en favor de los indios, ayudó a fundar la “Sociedad Pro-Indígena”, viajó ampliamente en Europa, y hablaba varios idiomas, incluyendo el quechua”. (Gonzales 1987, pp. 12-13)

“Por varios años, Bustamante buscó promover los derechos de los indios a través de métodos no violentos. Por ejemplo, solicitó informes de antiguos prefectos que describieran los diversos abusos contra la población indígena de Puno. Esos documentos, que constituyen una impresionante acusación contra la sociedad y el gobierno locales, fueron publicados en ‘El Comercio’ y otros diarios importantes y luego recopilados por Bustamante en un libro titulado ‘Los Indios del Perú’. Fué sólo después de que fracasaron éstos intentos de despertar la conciencia del público que un Bustamante frustrado y amargado apareció a la cabeza de una rebelión suicida”. (p. 13)

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 33, junio de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Quinta Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez sigue con su crítica de las estereotipadas visiones que se han propuesto, desde 1781 hasta la actualidad, de una pretendida “particular proclividad a la violencia” de las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste quinto artículo Domínguez continúa con la traducción de una síntesis sobre la llamada “Rebelión de Juan Bustamante” de 1867-1868, elaborada originalmente por el Profesor Michael J. Gonzales, de la Universidad del Norte de Illinois (DeKalb, Illinois, EE.UU.), en su artículo “Neo-Colonialism and Indian Unrest in Southern Peru, 1867-1898”, publicado en el ‘Bulletin of Latin American Research’ (vol. 6, no. 1, 1987).

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“Aunque [Juan] Bustamante tenía un compromiso social, su rebelión también defendía una causa política. Bustamante era liberal y partidario de la dictadura del General Mariano Ignacio Prado, quien había tomado el poder en 1866 y que presidió la redacción de una nueva constitución liberal. En 1867 la oposición contra Prado y la nueva constitución tomó la forma de una exitosa revolución que tuvo por centro las sureñas ciudades de Arequipa, Puno y Cuzco. No hay duda de que Bustamante buscó derrotar a la oposición contra Prado al transformar una rebelión esencialmente local y anti-fiscal en un movimiento político de mayor proporción”. (Gonzales 1987, p. 13)

“La revuelta empezó en el pueblo de Huancané el 31 de marzo de 1867 y se expandió rápidamente por las aldeas vecinas de Vilque-chico y Moho. Los rebeldes arrestaron al subprefecto y a los gobernadores locales, pusieron a sus partidarios en esos puestos, y exigieron el reembolso de la ‘contribución personal’ que había sido recolectada ese año. De la ciudad de Puno se enviaron 20 hombres armados para suprimir la insurrección y en la lucha que se produjo murieron 4 personas. El obispo de Puno, Huerta, negoció una tregua temporal, que fué rota tras la llegada de 200 soldados comandados por José María Lizares, prominente hacendado y autoridad local de Azángaro. Ocuparon el pueblo en nombre del gobierno y mataron numerosos indios en las zonas rurales”. (Gonzales 1987, p. 13)

“Pese a éste contratiempo, la rebelión se extendió hacia las provincias vecinas de Azángaro, Lampa y Puno. En ésta última jurisdicción, los indios tomaron el pueblo de Capachica y la isla de Amentañi [Amantaní], arrestaron al gobernador local, exigieron la devolución de la ‘contribución personal’, y procedieron a invadir una hacienda vecina. Cuando las noticias de éstos actos llegaron a la ciudad de Puno, una fuerza de 60 solados de infantería y 8 jinetes de caballería fué enviada a recuperar el pueblo. Esta expedición, sin embargo, resultó un completo desastre. Los rebeldes, escondidos en la cima de un paso montañoso, lanzaron rocas y peñascos contra los soldados, matando a 37 y tomando a los 6 sobrevivientes como prisioneros. La noticia de ésta derrota causó un pánico general en la ciudad de Puno y muchos de sus más ricos residentes huyeron en busca de refugio a Arequipa”. (Gonzales 1987, p. 13)

“De Puno la revuelta se expandió a Azángaro, particularmente a los distritos de Putina, Samán y Chupa. Siguiendo una práctica generalizada, los rebeldes detuvieron al cobrador de impuestos local y a varios gobernadores. El subprefecto de Azángaro, el Coronel Recharte, organizó una fuerza de 200 hombres y atacó a los rebeldes. Este encuentro, sin embargo, resultó en un empate y forzó a Recharte a pedir al gobierno de Bolivia el envío de tropas a través de la frontera. Aunque esas tropas nunca llegaron, ésta fue una petición muy controvertida, que posteriormente hizo que el gobierno central presentara cargos contra el subprefecto”. (Gonzales 1987, pp. 13-14)

“Pese a algunas victorias militares, los rebeldes fueron pronto sobrepasados. Llegaron refuerzos desde los departamentos vecinos y el subprefecto de Lampa, Montesinos, organizó a 200 hombres y dirigió una ataque preventivo contra la población indígena local, matando a 60 personas. La lucha se detuvo temporalmente con la llegada de tropas desde Lima comandadas por el General Baltasar Caravedo. Diplomático al igual que soldado, Caravedo logró establecer una tregua sin hacer un uso excesivo de la fuerza”. (Gonzales 1987, p. 14)

“Cuando la lucha aún se estaba desarrollando, Juan Bustamante hizo publicar un manifiesto en ‘El Comercio’ presentándose como el representante legal de los indios de la Provincia de Huancané. Dicha carta es una petición general, basada en argumentos humanitarios y legales, para proteger las tierras indígenas y abolir los servicios personales y las contribuciones forzosas. El texto no promovía la rebelión sino que sugería trabajar a través del sistema legal”. (Gonzales 1987, p. 14)

“La disposición de Bustamante, sin embargo, cambió debido al desarrollo de los acontecimientos. Aunque alababa a Caravedo por sus tácticas en suprimir la rebelión, estaba indignado por la legislación propuesta para castigar a los indios que habían participado en la revuelta. La legislación fué autorizada por los tres diputados por Puno, Quiñones, Luna y Riquelme, y fué calificada por la prensa nacional como “La Ley del Terror”. La ley, que fué al final aprobada, pedía el castigo de los rebeldes y de las autoridades que hubieran infringido las leyes, el envío de más tropas al departamento, y, lo más importante, enviar a los sospechosos de rebelión a la selva y poner en venta sus tierras en subasta pública”. (Gonzales 1987, p. 14)

“La política nacional también alteró decisivamente la actitud de Juan Bustamante. En octubre de 1867 la creciente oposición al gobierno liberal de Prado culminó en una revolución política centrada en la sureña ciudad de Arequipa, bastión del conservadurismo y el catolicismo. Puno estaba estrechamente vinculado a Arequipa en términos económicos y geográficos, y el apoyo a la revolución se hizo visible en varias localidades. El 30 de octubre el pueblo de Lampa se declaró contra Prado, denunciando su fracaso en resolver los problemas económicos y políticos del país. Como Arequipa, Lampa reconoció a Pedro Diez Canseco [arequipeño, 1815-1893] como Jefe Provisional del Estado y a Miguel de San Román [puneño, hijo del ex-presidente homónimo fallecido en 1863] como el efectivo Prefecto del Departamento de Puno”. (Gonzales 1987, pp. 14)

“Bustamante era un liberal de toda la vida y uno de los más fuertes partidarios de Prado en Puno. El 30 de diciembre de 1867 apareció en las afueras de la ciudad de Puno a la cabeza de “miles” de indios armados con armas improvisadas así como con 100 rifles. Las autoridades locales sólo fueron capaces de reunir 30 soldados, que fueron rápidamente sobrepasados por las masas indígenas que ocupaban la capital departamental al grito de “viva Prado”. Éste entusiasmo desapareció al día siguiente, sin embargo, cuando llegaron noticias del fracaso de Prado al intentar capturar Arequipa y de su inminente renuncia. Bustamante abandonó la capital y se retiró al campo, donde fué perseguido por Recharte con 300 hombres bien armados. Siguió una feroz batalla de cuatro horas de la que Recharte salió victorioso. Muchos indios murieron en la pelea y 70 presuntos líderes fueron capturados y posteriormente quemados vivos en una pequeña cárcel rural [en Pusi]. Bustamante, que había huído del campo de batalla, fué también capturado y se dice que decapitado”. (Gonzales 1987, pp. 14-15)

“Pese a los evidentes objetivos políticos de Bustamante, el Congreso nacional reconoció que los indios se habían rebelado, entre otras cosas, en contra de los abusos de las autoridades locales. Por ello, una Ley de Reforma fué aprobada en agosto de 1868, eximiendo a los naturales de proporcionar servicios gratuitos, de servir en cargos que sólo beneficiaban a blancos y mestizos, y de pagar por festivales religiosos locales. Más aún, el mes siguiente otra Ley de Reforma creó una comisión para que visitara las provincias y recomendara una nueva legislación indígena”. (Gonzales 1987, p. 15)

“Pese a éstos valiosos esfuerzos, sin embargo, la única legislación que fué aplicada fué la “Ley del Terror”. Más aún, las autoridades locales llevaron a cabo una serie de represalias contra las comunidades rebeldes, incluyendo la confiscación de ganados y la extorsión de grandes cantidades de dinero”. (Gonzales 1987, p. 15)

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 34, julio de 2008, pp. 16-17.

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Reflexiones sobre el “problema histórico” de la ”violencia aimara” en el Sur Andino [Sexta Parte].

Nuestro colaborador Nicanor Domínguez sigue con su crítica de las estereotipadas visiones que se han propuesto, desde 1781 hasta la actualidad, sobre una supuesta “particular proclividad a la violencia” de las poblaciones aimara-hablantes del Altiplano Surandino. En éste sexto artículo Domínguez finaliza la traducción de una síntesis sobre la llamada “Rebelión de Juan Bustamante” de 1867-1868, elaborada originalmente por el Profesor Michael J. Gonzales, de la Universidad del Norte de Illinois (DeKalb, Illinois, EE.UU.), en su artículo “Neo-Colonialism and Indian Unrest in Southern Peru, 1867-1898”, publicado en el ‘Bulletin of Latin American Research’ (vol. 6, no. 1, 1987).

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“Las causas de la Rebelión de Bustamante son al mismo tiempo obvias y complejas. En dos cartas publicadas por Juan Bustamante en ‘El Nacional’ en mayo de 1867, varios indios indicaban que se habían sublevado contra la recolección de la ‘contribución personal’, los abusos del gobierno local y los servicios personales forzosos. Como decían: “somos constantemente oprimidos por la tiranía y esclavitud, muy similar al absolutismo de los tiempos de la colonia española...”.” (Gonzales 1987, p. 15)

“Las acciones de los rebeldes confirman este testimonio. Sin excepción, su primer acto era arrestar a los gobernadores locales y a los recolectores de impuestos y demandar la devolución de la ‘contribución personal’. Éste gravámen era tanto deshonrroso como financieramente difícil de cumplir. Más aún, su recolección coincidió con la imposición del pago de 2 reales para la refacción de la catedral de Puno y 5 reales para un nuevo empréstito nacional. Además, el gobernador de Capachica demandaba ilegalmente de los indios de su jurisdicción el pago de 6 reales por fanega (152 libras) de cebada producida, que luego usaba para hacer licor en la destilería del prefecto. Puede suponerse que el licor era luego vendido, con alguna ganancia, a los propios indios de Capachica”. (Gonzales 1987, p. 15)

“Parece haber pocas dudas de que este tipo de cobros ilegales, excesivos y [hasta] racistas eran la causa principal de la Rebelión de Bustamante. Sin embargo, los cobros fiscales deben verse en el contexto de la capacidad de pago. (...) el período 1866-1867 fué de baja en los precios de la lana, por lo que los ingresos de los pequeños propietarios disminuyeron al mismo tiempo que sus impuestos aumentaban. Más aún, un artículo en ‘El Comercio’ de mayo de 1867 menciona que las cosechas locales fueron malas ese año. Parace posible que los ingresos excedentes dedicados a la compra de alimentos hubieran sido destinados al pago de impuestos. Dada la caída de los precios de las lanas y de los ingresos, los hacendados podrían haber estado menos dispuestos a hacer préstamos a los campesinos. De hecho, la invasión de una hacienda por los indios de Capachica sugiere la erosión de las relaciones clientelísticas en el área, y algunas nuevas tensiones por la consolidación de tierras. La dimensión añadida a ésta rebelión es, finalmente, la de las ambiciones políticas de Bustamante. Participó en una rebelión localizada y la transformó en un movimiento de proporciones regionales diseñado, al menos eso pensaba, para mantener a Mariano Ignacio Prado en el poder. En éste sentido, pese a sus pretensiones humanitarias, no era Bustamante muy diferente de otros miembros de la élite regional”. (Gonzales 1987, p. 15)

“Tras la Rebelión de Bustamante siguió un período de relativa calma en el departamento [de Puno]”. (Gonzales 1987, p. 15)

Como se aprecia en esta reconstrucción del Profesor Michael Gonzales, la crisis vivida en Puno en los 10 meses comprendidos entre marzo de 1867 y enero de 1868 fue producto de una compleja combinación de causas locales, regionales y nacionales, e incluyó aspectos sociales, económicos, fiscales y políticos. Aunque comenzó en la zona aimara-hablante de Huancané, se extendió rápidamente por las zonas quechua-hablantes vecinas de Azángaro, Lampa y Puno. Así, el componente étnico-lingüístico en las identidades comunales campesinas no parece haber sido determinate. La idea de un particular o especial “violentismo aimara” a mediados del siglo XIX en el Altiplano puneño, como en los casos anteriores que hemos venido discutiendo, tampoco se ve confirmada por el análisis de la evidencia histórica disponible.

Por otro lado, aunque no hemos incluído en esta traducción las notas en que se presentan las fuentes históricas específicas que sustentan la reconstrucción elaborada por el Profesor Gonzales, pasamos a enumerar a continuación y de modo general las fuentes principales utilizadas por él en su artículo de 1987:

- Jorge Basadre, ‘Historia de la República del Perú’ (Lima, 1968), tomo IV, pp. 91-95.

- Jean Piel, “The Place of the Peasantry in the National Life of Peru in the Nineteenth Century”, ‘Past and Present’, vol. 46, 1970, pp. 108-133.

- Emilio Vásquez, ‘La rebelión de Juan Bustamante’ (Lima: Librería Editorial J. Mejía Baca, 1976).

- Jeffrey L. Klaiber, S.J., ‘Religion and Revolution in Peru, 1824-1976’ (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1977), pp. 51-54.

- Nils P. Jacobsen, “Landtenure and Society in the Peruvian Altiplano: Azángaro Province, 1770-1920”. Tesis doctoral, Universidad de California, Berkeley, 1982.

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Otro aspecto importante de la crisis de 1867-1868 en Puno, como lo señala el historiador jesuita norteamericano Jeffrey Klaiber, S.J., Profesor de la Universidad Católica de Lima, es el rol mediador que la Iglesia intentó desplegar en esa coyuntura. En su libro ‘The Catholic Church in Peru, 1821-1985: A Social History’ (Washington, DC: The Catholic University of America Press, 1992), el Padre Klaiber señala “la compleja relación entre la Iglesia y los indios”, indicando que la Iglesia cumplió tres roles básicos durante las rebeliones indígenas: “el de defensora de los indios frente al gobierno y los hacendados; el de árbitro entre las autoridades políticas y los indios; y el de portavoz del gobierno ante los indios. Éstos tres roles resumen la relación de la Iglesia con el campesinado: en algunas ocasiones, defensora; en otras, una fuerza moderadora; y aún en otras, legitimadora del ‘status quo’.” (p. 198).

Destaca Klaiber el caso de Monseñor Juan Ambrosio Huerta, primer obispo de la diócesis de Puno (establecida en 1861): “Las constituciones del primer sínodo diocesano (...) condenaron explicitamente ciertos abusos, especialmente la práctica de forzar a los indios a comprar o vender productos. La sección titulada “Pecados Reservados al Obispo” indicaba específicamente al “negociante en lana, oro, coca o ganado que fuerza a los indios a venderle a él”. Ésta condena estaba sin duda inspirada en la experiencia personal que tuvo Huerta como mediador en la rebelión de 1867 causada en gran parte por éste abuso en particular.” (pp. 198-199).

Y continúa: “Años después, cuando era obispo de Arequipa, Huerta se refirió a éste incidente en una carta pastoral. Culpaba a los explotadores y al ejército de causar la sublevación, y expresaba su compasión por los indios: “Cuando hice mi primera visita pastoral, me causó gran pena ver la manera tiránica e inhumana en que los mercaderes de lanas y oro, y las autoridades políticas, trataban a los indios. Éstos y otros muchos abusos que podríamos mencionar provocaron a los indios a levantarse en una violenta sublevación”.” (p. 199).

Klaiber menciona que la “Sociedad Amiga de los Indios”, fundada en Lima por Bustamante y otros activistas liberales, incluía a algunos sacerdotes entre sus miembros (de los que, por desgracia, no se sabe mucho). Ésta primera organización indigenista tomó como patrón a Fray Bartolomé de las Casas, O.P. [1484-1566], el llamado “Apóstol de la Indios” de la época de la Conquista. Así, el Padre Klaiber concluye: “Huerta y los sacerdotes de la “Sociedad Amiga de los Indios” (...) favorecienron activamente a la población indígena. Aunque nunca propusieron ninguna reforma estructural fundamental, su mentalidad en efecto anticipó las posiciones más radicales de una época posterior” (p. 199), en clara referencia a la Iglesia Surandina comprometida con “los pobres de Jesucristo” que se desarrolló a partir de las décadas de 1960 y 1970 en el Perú.

* Publicado originalmente en: Cabildo Abierto (Puno), núm. 35, agosto de 2008, pp. 16-17.

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• Ver: http://www.ser.org.pe/index.php?option=com_remository&op=ListarDocumentos&id=4&inicio=0