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domingo, 22 de marzo de 2009
Julio Caro Baroja (1914-1995)
Don Julio Caro Baroja (Madrid, 1914-Vera de Bidasoa, 1995)
(Foto de Ricardo Gutiérrez, El País, 04-02-07)
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Julio Caro Baroja
por José Luis Acín Fanlo
Cuando el pasado 18 de agosto [de 1995] dejaba la vida Julio Caro Baroja en los muros --sus muros, los de los Baroja-- de Itzea, desaparecía una de las figuras más destacadas de este siglo en el campo del pensamiento, de la historia, de la etnografía, de la etnohistoria, del --en definitiva-- humanismo genéricamente entendido, de lo humano desde su visión más particular y personal.
Nacido en Madrid el 13 de noviembre de 1914, vivió desde la más temprana edad en un ambiente propicio para el desarrollo de las actividades y de las disciplinas que practicó a lo largo de su trayectoria y de su devenir diario. Un hombre con una dilatada y sorprendente vida que se asombraba en sus cercanos sesenta años de "haber vivido tanto", como apuntaba en uno de sus más interesantes y fundamentales libros de toda su producción literaria, en un volumen que supuso una de las primeras incursiones que en el campo de las memorias se realizaba, como se puede constatar en Los Baroja (1972), importante y destacado texto por su tratamiento, por la época y las circunstancias del momento de elaboración y redacción, por la temática abordada y por el modo de exponerla o, entre otros muchos valores, por la intrahistoria que todas y cada una de las páginas contienen, en las que el mundo barojiano y el de sus muchas experiencias en el campo de lo etnológico, de la cultura tradicional a la que consagró su vida desde su más pronta juventud, salpican las líneas, los párrafos, los ojos vivos y vividos, expectantes y sentidos, de Julio Caro Baroja.
Su vida transcurrió en todo momento entre Madrid y Vera de Bidasoa, entre la capital y ese rincón del Pirineo navarro fronterizo con las tierras francesas en donde vivió y entresacó todas las esencias y virtudes del campo y de sus moradores, del hombre y su relación con el entorno natural, de lo elaborado por el ser humano con las posibilidades que la naturaleza pone a su alcance. Lugar destacado de Vera de Bidasoa, de Itzea --"la casa" en traducción del vasco-- en esos muros donde convivían los muchos recuerdos, enseres y libros que, poco a poco y desde 1912 --año en que la compró Pío Baroja--, habían ido depositando sus familiares más directos y queridos, en especial su tío Pío. Esos seres cercanos con los que pasó su infancia y que le marcaron y dejaron profunda huella para su posterior vida y dedicación, como eran sus tíos, el novelista Pío y el pintor Ricardo, su abuelo e incansable viajero Serafín, su culta y amante de la música madre, y su padre siempre envuelto en los papeles de la editorial. De todos ellos sacaría fruto y enseñanza, en ese ambiente propicio fue creciendo e instruyéndose en unos años, los primeros de su vida, en los que la salud no le acompañó en todo momento, pero que aprovechó para dedicarse al estudio y a la lectura, bases que le abrieron los ojos y le hicieron ver más allá de lo que entrevea cualquier otro ojo, que le posibilitaron el adentrarse en otros aspectos y ten er una apertura hacia nuevos asuntos, hacia los puntos y los temas a abordar, que le facilitaron las interrelaciones y la comprensión del hombre y de sus varias y variadas actividades tanto físicas como espirituales.
Unos primeros años en la casa, en Itzea, en Vera, donde comprendió y vislumbró la necesidad --ante la inminente desaparición de los valores del hombre y de todo lo que le rodeaba-- de estudiar todo aquello relativo a la cultura tradicional, esos asuntos y temas que se estaban perdiendo vertiginosamente, sobre todo a partir de la guerra civil, y que le llevaron a vaticinar que éramos la última generación en poder ver, estudiar y plasmar gráficamente aquellos elementos y manifestaciones otrora habituales. Ese rincón navarro, --y esa casa, entendida ésta tanto desde su importancia física y constructiva, como desde su función aglutinadora de la familia, de sus posesiones y de sus creencias y/o supersticiones--, en el que desarrolló sus primeros trabajos e investig aciones, como lo demuestra el ensayo titulado "Algunas notas sobre la casa en la villa de Lesaka" (1929), publicado cuando contaba con tan sólo quince años en el Anuario de Eusko-Folklore. Gustos y dedicación apreciados por su tío, quien fomentó sus inquietudes y sus contactos con los estudiosos coetáneos de la cultura tradicional, tales como Telesforo de Aranzadi o su maestro José Miguel de Barandiarán.
Inicio de una singladura, de un largo itinerar en esos asuntos relativos al hombre y a su cultura, siendo el primero en abrir el camino al estudio de la gran mayoría de los temas que con posterioridad tanto se han tratado y divulgado, así como de otros únicos en su materia, de los que no existe más bibliografía que la de Caro Baroja, que los textos elaborados por este hombre sabio, meticuloso, concienzudo y profundo. Primeros trabajos que se compaginaron con sus estudios universitarios en Madrid entre los años 1932 y 1940, a excepción del trienio de la gu erra civil que los interrumpe como consecuencia de ésta. Concluida su licenciatura, y terminado su doctorado en 1942 --ambos con premio extraordinario--, obtiene al año siguiente la plaza de ayudante de Historia Antigua de España y de Dialectología en la Universidad de Madrid, de las que cesa en 1945, dando inicio asimismo sus colaboraciones en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tanto en el marco del Instituto Bernardino de Sahagún como en el Centro de Estudio de Etnología Peninsular.
En esas mismas fechas comienza a trabajar en otra de las parcelas por la que también sintió predilección y a la que dedicó varios años de trabajo y estudio: la museografia. Nombrado en 1944 director del Museo del Pueblo Español de Madrid, cargo que desempeñó durante una década, redactó y editó en el marco de las publicaciones del propio centro museográfico el «Proyecto para una instalación al aire libre del Museo del Pueblo Español de Madrid», texto rescatado años más tarde (1986) bajo el título de «Museos imaginados», en donde se añadían sus últimas impresiones y metodologías a emplear en materia de museos y su relación con la cultura popular.
A la par sigue desarrollando sus investigaciones, sus diversos trabajos de campo por los distintos lugares de España que le proporcionarán los datos y los elementos fundamentales para la elaboración de sus posteriores e inigualables libros, como lo son Los pueblos de España (1946), Los vascos o Análisis de la cultura (1949). Son los años en los que conoce y se relaciona con otros profesionales y estudiosos de la antropología, como son los casos de Julian Pitt-Rivers y de Evans-Pritchard --este último mientras disfrutaba de una beca en Oxford en el año 1952--. No obstante, sus trabajos no sólo se circunscriben al área peninsular, realizando una amplia y exhaustiva labor de campo por el Sahara y Marruecos durante 1953, investigación etnohistórica que se centró en los nómadas del desierto y que tuvo como fruto la publicación en 1955 de sus Estudios saharianos (reeditado en 1990). Así pues, va desarrollando su labor y entablando diversas amistades y contactos, como los mantenidos hasta 1955 con José Ortega y Gasset o la iniciada en 1965 con David Greenwood. Labor callada y solitaria, basada en su propios puntos de mira y de pensamiento, ya que no se encuadraba con nada ni con nadie, sólo con su razón y con su trabajo, lo cual le conllevó algún que otro problema de tipo político o relacionado con la Universidad.
Un trabajo callado que se refleja en la importancia y trascendencia de sus obras, abordadas desde diversos planos --histórico, etnológico, lingüístico-- y en las que la fusión de temas aportaba nuevas claves en su conocimiento y en su profundización. Práctica de diversas disciplinas, entre las que no se quedaba a la zaga la de pintor y dibujante, esos trazos llenos de expresividad y de detalles que, a la vez, le servirán en sus estudios y las acompañará en alguna de sus publicaciones.
Investigaciones que se van fraguando y se van materializando en libros que han marcado un hito en las ciencias históricas y etnológicas, en los que el paulatino y minucioso trabajo de campo se compagina con la búsqueda y rastreo por los distintos archivos, dando como resultado textos de la talla de Razas, pueblos y linajes, Los moriscos en el reino de Granada (1957), el fundamental y continuamente citado Las brujas y su mundo (1961), Los judíos en la España moderna y contemporánea (1963), El Carnaval (1965), La hora navarra del siglo XVIII (1969), Inquisición, brujería y criptojudaismo (1970), o Teatro popular y magia y Ritos y mitos equívocos (1974). Títulos todos ellos entresacados de su vasta producción desarrollada a lo largo de más de diez años, en los que compagina esta actividad con la impartición de cursos o la dirección de centros relacionados con el mundo de la etnología, ya sea en la Universidad de Coimbra (1957) o bien en la Ecole Pratique des Hautes Etudes de París (1960).
Es a partir de este momento, a partir de 1975, cuando más se intensifica la vida pública de Caro Baroja, cuando más se empieza a conocer su persona y su obra, bien sea por sus libros o bien sea por los distintos medios de comunicación, en los que colabora y en donde se hacen eco de sus múltiples actividades y reconocimientos. El citado año 1975 inicio de una nueva y larga década en la que continuamente saldrán de las máquinas impresoras libros como Brujería vasca (1975), Baile, familia y trabajo (1976), Las formas complejas de la vida religiosa: religión, sociedad y carácter en la España de los siglos XVI y XVII (1978), La estación del amor (fiestas populares de mayo a San Juan) (1979), el libro de dibujos Cuadernos de campo (1979), Tecnología popular española (1983), o El estío festivo (fiestas populares de verano) (1984). Toda una amplia relación de encabezamientos y de temas, centrados fundamentalmente en el País Vasco y en España en su conjunto, si bien con un alto número de referencias y de lugares citados del primero.
Todo un voluminoso conjunto de publicaciones que entre artículos, ensayos más o menos breves y libros, sobrepasan holgadamente el medio centenar de títulos, entre los que cabe destacar --además de los ya citados-- Tres estudios etnográficos relativos al País Vasco (1934), Algunos mitos españoles (1941), Los pueblos del Norte de la Península Ibérica (análisis histórico-cultural) (1943), La vida rural en Vera de Bidasoa (1944), La ciudad y el campo, Romances de ciego (1966), Vidas mágicas e Inquisición (1967), El señor inquisidor y otras vidas por oficio, Estudios sobre la vida tradicional española (1968), Ensayos sobre la literatura de cordel (1969), Etnografía histórica de Navarra (1971), Semblanzas ideales (1972), De la superstición al ateísmo (meditaciones antropológicas) (1974), Una imagen del mundo perdida, Ensayos sobre la cultura popular española (1979), Temas castizos (1980), La casa en Navarra (1982), La aurora del pensamiento antropológico (la antropología en los clásicos griegos y latinos) (1983), Paisajes y ciudades (1984), Los fundamentos del pensamiento antropológico moderno (1985), Realidad y fantasía en el mundo criminal (1986), La cara, espejo del alma: historia de la fisiognómica (1987), Sobre el mundo ibérico-pirenaico (1988), Historia de la fisiognómica: el rostro y el carácter (1988), Palabra, sombra equívoca, Terror y terrorismo (1989), Arte visoria y otras lucubraciones pictóricas (1990), Las falsificaciones de la Historia (en relación con la de España) (1991), o su última obra publicada, Jardín de flores raras (1993).
Libros que se complementan con otros dos compartidos, en donde se pueden rastrear 105 pasos de su vida y las formas de ver ésta: Disquisiciones antropológicas (con Emilio Temprano, 1985) y Conversaciones en Itzea (con Francisco J. Flores Arroyuelo, 1991). Una incuestionable y abultada labor que se vio reconocida y gratificada con numerosos nombramientos y premios. Así, entre los primeros cabe destacar la pertenencia, como miembro, a varias instituciones: Academia de la Lengua Vasca, Academia de Buenas Letras de Barcelona (1947), Real Academia de la Historia (1963), Royal Anthropological Institute of Great Britain and Ireland (1983) y Real Academia Española (1986). En los segundos sobresalen el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales (1983), el Premio Nacional de las Letras Españolas (1985) y el internacional Menéndez y Pelayo (1989), además de otras distinciones como ser hijo predilecto de Madrid, hijo adoptivo de Navarra (1982) y Medalla de Oro de Bellas Artes (1984).
Hoy, cuando Julio Caro Baroja se ha ido, perdura para siempre su mente, sus ideas, sus obras, constituyendo uno de los pilares básicos en los que se fundamente cualquier estudio que sobre temas etnográficos, históricos, o etnohistóricos, se realicen en el futuro. Su espíritu y su persona seguirá entre nosotros por medio del recuerdo de su vida, de sus múltiples obras y de sus valiosos libros. Una persona, un nombre, que en Serrablo, en Sabiñánigo, en el Museo Angel Orensanz y Artes de Serrablo, siempre se recordará por su grata y cálida visita, por sus entusiastas y alentadoras palabras, y por la sala que a partir de hoy llevará su nombre: Julio Caro Baroja.
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• Tomado de: Serralbo, año XXV, núm. 100, Junio de 1996.
• Ver: http://www.serrablo.org/revista/s100/s100-22.html
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Se nos ha ido un maestro
por Manuel Baquero Briz
El pasado día 19 de Agosto [de 1995] todos los diarios nacionales se hacían eco del fallecimiento de un insigne antropólogo, historiador, escritor y humanista además de ser uno de los más lúcidos conocedores del pueblo español. --La Vanguardia--. El carácter interdisciplinar de su obra --El País-- superaba al de la antropología, destacando la dedicada a la historia, la lingüística, el folklore o la literatura. En estos o parecidos términos se expresaban en el análisis cultural de este eminente intelectual, de profundo liberalismo no siempre entendido. Lo curioso del caso es que no he encontrado ni una sola línea que le recordara como etnólogo y etnógrafo y menos aún, y concretamente en su faceta en la que usa el dibujo, como medio gráfico para estudiar y representar sus reflexiones sobre los temas de esa especialidad.
Se hace referencia a sus cuadernos de campo. Él decía que eran una especie de diarios donde podía anotar sus sensaciones. De Churruca sentía la nostalgia de sus viajes en donde, cual diario gráfico de navegación, dibujaba los perfiles de alguna isla griega y que con verdadera maestría aplicaba los cinco sentidos. Su gran precisión en la observación era, y es, digno de admirar. Decía que no pretendía descubrir nada pero si representar el mundo tal como él lo veía. Y los guardaba todos, en carpetas, fundamentalmente desde los años 40; del 43 al 70 es de los que más se conservan.
Manifiesta que influyeron en su formación dibujística profesores como Alcántara, Benítez, Barnés, Lafuente Ferrari y más que nadie su tío Ricardo, éste allí en Bera le decantó, casi sin darse cuenta, en los inicios de la etnografía y el folklorismo. Ya desde entonces no sólo representará casas y paisajes rurales sino que analizará y dibujará herramientas de campo, objetos domésticos e incluso mobiliario y personajes típicos.
Era la aplicación, en sus blocs, del dibujo documental. Sus apuntes de Andalucía hechos en los años 50 son dignos de tener presente, así como los que corresponden a sus viajes por Murcia y Valencia, por Castilla y por Navarra, que vendrían a continuación.
La representación del mundo marroquí y sahariano, Gomera, Tetuán, Smara, quedarán reflejados en sus cuadernos --dibujos y notas--. Decía que al contemplarlos de nuevo era como hacer presente una vivencia lejana y tanto si la refrenda era a un núcleo urbano como si lo era a uno rural o paisaje natural. Recordaba a su abuelo Serafín Baroja Zornoza cuando era corresponsal de guerra y enviaba croquis tomados por Guipúzcoa y Navarra. Decía asimismo que salir con el lápiz y el cuaderno y conocer pueblos recónditos era como dialogar con casas muertas, con balcones rotos y puertas cerradas por el viento.
Comentaba en uno de sus escritos que, con la fotografía, se podían obtener buenos documentos gráficos pero que difícilmente podría sustituir a un dibujo y, menos aún, a un buen dibujo. Porque -decía- un dibujo supone siempre selección, en donde se pueden realzar elementos significativos e incluso excluir los que no lo son. Un dibujo --seguía-- supone un acto mental complicado y dirigido a alguna cosa; a un objeto en sí. Como etnógrafo y etnólogo el dibujo me ha parecido una herramienta de trabajo indispensable --y acababa afirmando-- y lo he considerado como un elemento indispensable para comprender.
Para ilustrar estos comentarios he recopilado una serie de dibujos en donde puede apreciarse la rica caligrafía y el alto contenido científico en que se apoyaba este científico para presentar estos testimonios gráficos en donde describe tanto lo formal como lo espacial incluso esa cuarta dimensión que sólo un humanista es capaz de comunicar. Son dibujos que, de una forma precisa, define el significado espacio-tiempo que se verifica en el objeto observado.
Decía mi amigo Antonio Fernández Alba que los dibujos de este gran etnólogo no debían valorarse desde la óptica del buen hacer de un etnógrafo, pues rebasan esa fronter a retórica del intelectual que dibuja, para inscribirse como verdaderas acotaciones de una conciencia crítica y sistemática del científico que describe un amplio corpus de nociones, que acata los pequeños y grandes gestos a través de los cuales el hombre modifica la naturaleza.
Queda patente, en estos dibujos, su reflejo como acto de pensamiento y su traducción en forma de lenguaje. En su lectura se puede apreciar que no son una mera representación de lo que en sus viajes contempló. Son dibujos que van más allá de la escueta información.
Son imágenes que nos permiten participar con todo su significado en el hecho percibido. Todos tienen mucho de didácticos pues desbordan la fruición subjetiva con que se realizaron para adentrarnos en esa capacidad de esbozar la información que de ellos se desprende. Signos y significados sufren una perfecta simbiosis para hacernos accesible a la ideología de quién los realizó mediante la comprensión de quienes los contemplamos.
Apuntes, croquis, anotaciones, recorren paisajes, objetos, naturaleza y todo se hace tangible, revelando la conciencia artística del gran maestro desaparecido. En la última etapa de su vida manifestaba que le gustaría ser joven guardiamarina para comenzar su carrera dibujando el perfil de una isla o el croquis de un puerto exótico. En esta faceta de etnólogo y etnógrafo con las que nadie lo ha recordado, es donde he querido hacer énfasis del buen hacer del gran científico y maestro que fué D. Julio Caro Baroja. (q.e.p.d.)
Dibujos y notas de:
- Cuadernos de campo. Ed. Turner / Ministerio de Cultura. ed, Madrid 1979.
- Fantasías y devaneos. Dibujos de campo. Ed. Generalitat Valenciana. 1988.
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• Tomado de: Serralbo, año XXV, núm. 100, Junio de 1996.
• Ver: http://www.serrablo.org/revista/s100/s100-23.html
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Julio Caro Baroja: Historia antropológica
por Antonio Morales Moya
Revista de Occidente (Madrid), nº 295, Diciembre 2005
La clave del método es la persona, dirá Caro Baroja. Especialmente en los historiadores «es muy fácil encontrar la personalidad detrás de lo que escriben, por muy científicos que digan que son. La personalidad un poco seca de Mommsen o la personalidad un tanto desbordada hacia las expansiones y las confidencias de Renan, o la personalidad sentenciosa o retórica de otros, en el texto histórico se nota mucho» (J. Caro Baroja, E. Temprano, Disquisiciones antropológicas, Madrid, 1985, p. 24). Caro fue un ilustrado tardío, un hombre del siglo XIX, ese gran siglo que él reivindicaba siempre frente a los horrores del XX, el siglo de las dos guerras mundiales, de los millones de muertos, de las destrucciones espantosas y el progreso en la construcción de armas mortíferas, un siglo nonagenario que ya a los catorce años «empezó a hacer imbecilidades». Crítico implacable de la modernidad, fustigó la «gigantomanía urbanística», esa enfermedad producida por la técnica y el capital; la «cultura audiovisual» con sus ruidos, movimientos, colores agrios, con su mezcla de «anuncios de desodorantes o helados mezclados con las miserias y horrores que ocurren en Palestina, los actos de terrorismo, las entrevistas con algunas personas»: ante todo ello, «por muy aficionados que seamos a las artes plásticas, algunos tenemos la tentación de hacernos mahometanos o de otra religión en la que la imagen esté prohibida». Le preocupaba la «cultura del gesto que no corresponde a la calidad», el «tufo de satisfacción satisfecha e irónica que ahora tanto se cultiva», el achabacanamiento que veía crecer en su entorno, la veneración al poder, al Estado, el «sentido reverencial del dinero»: «Da que pensar que en este año de 1989 hay muchos españoles que creen en la divinidad del dinero y lo reverencian siendo de izquierdas». Le repugnaba, sobre todo, «que el precio se imponga sobre el valor». No fue, pues, no podía ser, un optimista: «Por una parte, el hombre que se enfrenta con el porvenir ahora tiene que reconocer que no están ya a su servicio aquellos mundos mágicos, religiosos y poemáticos del hombre antiguo. Y, por otra parte, el mundo utilitario en el que vivimos --sea capitalista o marxista-- es un mundo bastante soberbio y bastante asqueroso. Es un mundo sin horizontes para hacer una vida rica».
¿Cómo se consideraba el propio Caro? En la Introducción a su libro La ciudad y el campo, y después de confirmar sus puntos de vista sobre el conflicto sociológico-moral entre la ciudad y el campo con la lectura de una comedia de Menandro, descubierta en 1957, concluirá: «En suma, éste es un libro de un hombre que, después de creer que iba a ser arqueólogo, antropólogo y otras cosas más, muy propias de la sociedad moderna, se convenció de que era aprendiz de humanista, a la antigua, y que en esta vía tenía aún mucho que hacer». Consideró así que en los filósofos griegos no sólo había un pensamiento antropológico o etnológico, con valor anticipatorio, sino que ese pensamiento se había, de alguna manera, ocultado: «El mecanismo es un poco confuso, pero a mí me extraña mucho que en ese mundo del siglo XIX, en el que se hace tanta historia del pensamiento científico antiguo y de la filosofía griega en relación con la antropología, con la sociología, con ciencias particulares, no se hayan conocido, y se den como nuevas ideas que no lo son». Consideró la literatura, vinculada a un medio, como una fuente de importancia singular para el conocimiento de la realidad social: «¿Se imagina uno a un flamante antropólogo de tierras nórdicas escribiendo sobre la burguesía de Madrid lo que escribió Galdós en Fortunata y Jacinta ? No. Pero aún hay más. ¿Hasta qué punto el no participar de las inquietudes de una sociedad da autoridad para discurrir de la misma con exactitud?». Hay en Caro Baroja una relación muy estrecha entre la vida y la obra. La influencia familiar es decisiva (J. Caro Baroja, Los Baroja (Memorias familiares), Madrid, 1972), sobre todo la de Pío Baroja, bien advertida por Greenwood: «A mí me impresiona el ver cuánto se asemejan en su visión de la condición humana. En las vidas sencillas encuentran una profundidad de sentimiento y complejidad que es la naturaleza innegable del hombre. Ambos han vivido observando y experimentando tragedia y dolor, conscientes de la mezquindad del hombre, pero teniendo compasión por sus múltiples tragedias y debilidades ». Y hay en él un tembloroso vislumbre de realidades ocultas que, al sacarlas a la luz un Nietzsche o un Dostoievski, nos inquietan, como el factor de maldad que hay en la vida, sea cósmico o de cualquier otro origen.
Personalidad singular, una serie de rasgos coherentes precisan el carácter de Caro Baroja como historiador y antropólogo. Apalategi Begiristain considera el principio de «razón histórica», frente a la certeza físico-matemática, esencial en su pensamiento. Cercano a Ortega, por tanto, cree que el presente «se explica fundamentalmente por su pasado, esto es, su devenir», siendo la formación histórica, por tanto, esencial para el estudioso de las ciencias sociales. La historia --«estudio global del comportamiento de los hombres en el mundo, a través del tiempo y del espacio»-- no es sino una sombra de la realidad, una abstracción, una clave muy pobre para entender la realidad de la vida. Una forma de representación, siquiera existen «mundos históricos muy variados y representaciones de ellos muy distintas entre sí», de una realidad equívoca e inabarcable: «En fin, la idea ciceroniana de que la historia es testigo de las edades, luz de la verdad, vida de la memoria y «maestra de la vida» es muy optimista. Acaso la vida en sí sea maestra de la historia y acaso también el magisterio llegue tarde, demasiado tarde» (J. Caro Baroja, «La historia como una forma de representación», en Palabra, sombra equívoca, Barcelona, 1989, p. 102). Caro consideró que la historia --una cierta historia, al menos, escrita con un gran conocimiento de los hechos-- puede servir como modelo para deshacer la tendencia a la sistematización rígida y falsa. Y valora la historia como «obra de arte», la de Burckhardt, Gibbon o Voltaire:
«El artista hace una síntesis particular que no es la síntesis científica; es una especie de interpretación de la que se puede decir que no es del todo exacta, que no es del todo científica. No, no lo es. Pero tiene unas posibilidades de expresión y comunicación, para el que la lee, mucho mayores que la historia árida, o una historia de ésas que pretenden ser rigurosas, pero que se quedan en una acumulación de datos, de informaciones, de bibliografías. Ésa es la historia de los grandes eruditos. Pero no la que nos va a dar la clave de lo que ha pasado».
La obra de Caro Baroja, inmensa, difícil de clasificar, abierta a los más diversos temas, perspectivas y épocas históricas y en la que los estudios sobre el País Vasco, mostrando su esencial complejidad, desde una concepción dinámica y amorosa de su identidad, compatible con la identidad española, ocupan un lugar fundamental, sólo aparentemente resulta dispersa. Los excelentes estudios de Greenwood han mostrado la unidad de intereses de unos trabajos que abarcan arqueología, historia foral, tecnología, urbanización, mitología, numismática, arte y literatura popular, folklore, magia y religión, lingüística ..., integrando antropología e historia en un único esquema de investigación. Hay que destacar especialmente como aspectos relevantes de su investigación: la capacidad para poner en cuestión «los viejos lugares comunes»; la integración en la historia de la «historia chica», es decir, «la historia del pueblo, de las grandes masas que sufren la gran historia, pero sobre la que, a su vez, ejercen considerable influencia»: en realidad, «gran historia» y «pequeña historia» no difieren en lo esencial; la atención prestada a las «formas de localidad», a la dimensión o expresión espacial de la organización social; la consideración penetrante de los problemas de las «minorías oprimidas»; el análisis de la «mentalidad popular» y, finalmente, el estudio de la vida como relato, como narración, estudiando las personas --con lo que se abre un campo decisorio a la biografía-- «de acuerdo con los conceptos cardinales que tienen de sí mismas y de su ambiente» (D. J. Greenwood, «Julio Caro Baroja. Sus obras e ideas», en Ethnica. Revista de Antropología, 2 (1971), pp. 77-97, y «Etnicidad, identidad cultural y conflicto social: una visión general del pensamiento de Caro Baroja», en Julio Caro Baroja. Premio de las Letras Españolas, pp. 7-33). Obra, pues, integrada a partir de un peculiar enfoque: «Caro Baroja mira los problemas de la historia siempre en sus dimensiones humanas, como problemas humanos necesitando soluciones humanas. Busca en la historia siempre los problemas humanos que la vida de un período o bajo ciertas circunstancias presenta a los hombres. En esto yo veo una unidad fundamental que une su etnología vasca y andaluza, los estudios de la historia chica o los de las minorías. En todo enfoca los problemas como problemas humanos, solucionados o no por hombres de carne y hueso, hombres que a menudo se equivocan y que se hacen daño, pero que luchan por imponer en sus vidas orden y significado» (D. J. Greenwood).
La dimensión radicalmente humana de la investigación de Caro frente a Lévi-Strauss subraya su incompatibilidad con una ciencia antropológica orientada a alcanzar una exactitud semejante a la de las ciencias físico-matemáticas. La necesidad de tener en cuenta las pasiones y las emociones: amor, odio, violencia, intransigencia. La consideración de la turbulencia, el desorden, la contradicción como formas dominantes en la vida social y en la historia, contrapuestas al orden y la armonía, propias de la mecánica o de la teoría. El rechazo de las leyes generales y de las grandes teorías: Marx y Freud no serán sino autores de tautologías, pansexualismo y paneconomicismo, en definitiva, defendidos con escaso rigor. La riqueza empírica de su obra y su absoluto respeto al hecho. La preocupación por la realidad vivida. La autoidentificación como «historiador descriptivo». La dificultad para captar el marco teórico, conscientemente poco explicitado, incluso aparentemente rechazado en ocasiones: «Yo, como he dicho, nunca he dejado de ser un historiador y nunca he podido escribir nada sin pensar en profundidades temporales y en irregularidades, desarmonías y contradicciones [...] Me cuesta mucho encontrar el orden donde sea». Todo ello, ¿supone en definitiva, una verdadera ausencia de marco teórico? No tal. Por de pronto, Caro fundamenta conscientemente su trabajo, lo que no es demasiado frecuente en los estudiosos de las ciencias sociales, en una concepción filosófica. El hombre, afirma, está en una encrucijada que es su propia vida. Y en una situación en la que «nunca se ha sabido tanto de los hombres en detalle, pero que también nunca se ha sabido menos del hombre como tal hombre», recurre, buscando una integración de hombre y cultura, a Kant, a su «esquema memorable» de lo que debe ser la «antropología», tan distinto al seguido por los antropólogos del siglo XIX : el hombre, al pretender conocerse a sí mismo, debe empezar desde «dentro», para luego procurar conocer a los hombres que tiene más cerca y después ya a los que ocupan posiciones más lejanas. Así mismo, Kant señaló una serie de fuentes, escasamente utilizadas por los antropólogos: los relatos o libros de viajes, el teatro, la novela o la biografía. Caro, por otra parte, fue plenamente consciente de lo imprescindible del apoyo teórico, sin el que carecería de sentido la acumulación de datos, para cualquier tarea que se pretenda científica. Buen conocedor de la teoría, utilizará una metodología antropológica, incluyendo la práctica asidua del trabajo de campo, admitiendo expresamente la influencia de las obras de los antropólogos funcionalistas y proponiendo la sustitución del análisis morfológico por el funcional: «Al dar a mi libro el título que le he dado, he procurado subrayar mi interés por este problema estructural, por no decir funcional, ya que la primera palabra parece estar ahora más en boga que la segunda» (Las brujas y su mundo, Madrid, 1979, p. 108). Será, sin embargo, consciente de las limitaciones del funcionalismo, de una metodología exclusivamente sincrónica --rechazará la unilateralidad metodológica: «Al poner todo el acento en el método, se deforma la cosa hasta convertirla en caricatura »--, especialmente para el estudio de sociedades complejas. Preocupado por el hombre cercano, por las sociedades con cultura escrita, con archivos, para las que el análisis histórico resulta fundamental, desemboca en una metodología, según sus propios términos, estructural-histórica --«Creo, sin embargo, que hoy día estamos en situación de hablar de algo que podría llamarse "estructuralismo" o "funcionalismo histórico"»-- que expresamente afirma utilizar en Los judíos en la España moderna y contemporánea.
Antropología histórica, historia social, etnohistoria, los perfiles se desdibujan, pues, como ha señalado Carmen Ortiz, en Caro Baroja caben todas las combinaciones posibles entre antropología e historia. Caro aplica a los estudios históricos los métodos estructural-funcionales de los antropólogos, a los que, cercano a Evans Pritchard, dota de dimensión histórica. Autodefinido también como «historiador social», mas, como veremos, consciente de la indisoluble unión de la historia y de la antropología, podríamos encuadrar el trabajo de Caro en lo que se viene denominando etnohistoria. Se trata, para Nipperdey, de un tipo de historia con este punto de partida: «El mundo humano histórico se constituye en una relación triple de sociedad, cultura y persona: las estructuras sociales, culturales y personales se encuentran en una relación de interdependencia recíproca, un hecho que, por ejemplo, cualquier buena novela del siglo XIX clarifica a la intuición precientífica. Aclarar esta interdependencia históricamente por encima de los modelos abstractos de la sociología es la tarea de una ciencia de la historia orientada antropológicamente. Además, partimos de que un sistema social y cultural está referido a la persona, la forma y ha de interpretarse a partir de ella». Una historia, por tanto, centrada en la integración, en la interdependencia, en el establecimiento de relaciones, sin determinaciones ni jerarquizaciones previas, abarcando lo objetivo y lo subjetivo, lo sociológico y lo psicológico.
A la luz de las anteriores consideraciones y de la precisa caracterización que, como hemos visto, hace Greenwood de la obra de Caro, se advierte en qué medida se abrieron con ella nuevas vías a la investigación, adelantándose en bastantes años, recuerda Chevalier, a los practicantes de la 'nueva historia'. Añádanse otros aspectos, como la trascendencia de la «larga duración» --«el hombre moderno», dirá, «se parece en muchos [rasgos] al hombre antiguo», de donde la continua referencia a los clásicos--, junto con su profundo sentido del tiempo: cambio y continuidad , trátese de las profundas transformaciones del mundo tradicional o, en general, de cualquier identidad étnica o cultural que, lejos de todo esencialismo, es siempre variable, dinámica; la concepción compleja del conflicto social, en el que juegan un papel importante los linajes o las solidaridades verticales --«la división de cualquier sociedad en dos parcialidades o bandos es cosa tan normal que resulta imposible el aplicar únicamente el criterio de la «clase social» o el de «institución» para explicar las luchas que surgen dentro de ella»--, su persistencia, formas cambiantes y las muy diversas maneras de asumirlo por los individuos implicados; la permanente dimensión comparatista, buscando la relación espacio-temporal de hechos y fenómenos históricos o actuales: «el drama que tuvo lugar en la España de los siglos XVI y XVII es de carácter muy parecido al que ha ocurrido más modernamente en Alemania o a los que se han desarrollado en otros países de Europa como Rusia, Polonia y Hungría, cuando el elemento judío llegó a alcanzar gran importancia»; la orientación ecológica de sus estudios sobre economía, trabajo y tecnología popular; la singularidad de sus aportaciones al estudio de las mentalidades, utilizando nuevas fuentes, tales como las fiestas, las creencias mágicas y religiosas, la lengua, el folklore, la literatura popular; lo biográfico, en fin, adquiere singular importancia como forma de acceder al conocimiento de una realidad, de una época, trascendiendo, que no ignorando ni desvalorizando lo individual, bien subrayando la importancia de la personalidad carismática en ciertas culturas, como las nómadas, poniendo de manifiesto ciertas características del orden y del conflicto social (García Arenal) o fijando arquetipos (Castilla Urbano).
La personalidad humana y científica de Caro Baroja resulta extraordinaria: se trata de una de las figuras más destacadas del panorama intelectual europeo de los últimos años y su obra goza de un reconocimiento general. No parece, sin embargo, que, al menos directamente, haya tenido un ascendiente, real, efectivo, sobre historiadores y antropólogos, de lo que el propio Caro era consciente. Y es que Caro Baroja trató siempre de acercarse a la realidad directamente, de ver las cosas como son y como fueron en cada momento histórico, realidad indisociable de los individuos, de las personas, con sus intereses, sentimientos y pasiones, patologías, incluso, e inexplicable sin tener en cuenta la irracionalidad y el azar. Todo ello muy lejano de una historiografía actual que tiende a usar y abusar de la «invención», del constructivismo, del alejamiento de las fuentes directas, de las «identidades». Y que parece fascinada por los nacionalismos periféricos y por las historias autonómicas.
Caro criticará a los historiadores que rinden culto a modas universitarias o aceptan ciertos esquemas, socioeconómicos o de otras clases, que limitan y empobrecen la visión del pasado, reducido a recetas o fórmulas: «La experiencia vital, más que la profesión, me hace pensar esto de ver cómo lo que se escribe y dice en cátedras y aulas sobre la guerra civil, que tuvo lugar en España entre 1936 y 1939, es tan poco parecido a mi recuerdo personal; cómo se explica, se razona, se describe con una seguridad envidiable; cómo se juzga, también, sin falsificar datos en lo que tienen de más formal, pero proyectando sobre ellos luces y sombras... admitiendo y realzando a discreción» (J. Caro Baroja, Las falsificaciones de la Historia (en relación con la de España), Barcelona, 1992, pp. 198-199). Gutiérrez Estévez ha hablado, incluso, del «cordón sanitario» que la antropología profesional impuso en una obra difícil de explicar en clase, «de acomodarla a los esquemas pedagógicos de la sucesión de escuelas, de someterla a orden y sistema».
Jon Juaristi ha puesto de relieve, sin embargo, la influencia que para una generación de vascos, cuyo perfil político traza --nacionalistas en los sesenta, izquierdistas en la década siguiente, vagamente socialdemócratas en los ochenta y absolutamente desengañados ante la zarabanda de identidades del cambio de siglo-- han tenido algunas ideas de Caro Baroja. Dos especialmente: lo inevitable del conflicto entre el discurso de la historia y las ciencias sociales y los intereses políticos, por una parte, y, por otra, el carácter mutable y precario de las identidades colectivas. No hay, pues, una identidad nacional vasca. No hay una, sino muchas maneras de ser vasco. En sus libros Los vascos (1949), Sobre la identidad vasca: Ensayo de identidad dinámica (1983) o El laberinto vasco (1985), Caro sostendrá que el «problema vasco» no es sino un problema de los vascos o, mejor aún, que los vascos mismos son el problema. No hay que ir a buscar causas exteriores. Los políticos complican innecesariamente lo que es susceptible de un análisis más sencillo: «la raíz de la violencia cree encontrarla Caro Baroja en una autovisión errónea de los propios vascos, autovisión de la que surge, paradójicamente, el ideal de una identidad integradora» (J. Juaristi, «El testamento de Jaun de Itzea», Revista de Occidente, 184, p. 42; cfr., así mismo, J. P. Fusi, País Vasco. Pluralismo y nacionalidad, Madrid 1984). Caro, crítico del unitarismo liberal del XIX y de la legislación vindicativa del franquismo, habrá de romper, a partir de 1980, con los medios nacionalistas por su política lingüística, su hostilidad hacia la autonomía navarra y «la falta de decisión -cuando no la retórica exculpatoria- de las autoridades nacionalistas ante el terrorismo de ETA». Totalmente defraudado, abrumado por el desastre, dirá: «La única esperanza para Euzkadi es el cansancio, pues este país vive en tiempos de tragedia, y la tragedia se basa en una falta de adaptación absoluta a su espacio y a un desconocimiento total del tiempo en que vive» (El laberinto vasco, San Sebastián, 1984).
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• Tomado de: http://www.revistasculturales.com/articulos/97/revista-de-occidente/460/1/julio-caro-baroja-h-antropologica.html
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Las múltiples vidas de Julio Caro Baroja
Recuerdo del polígrafo español y vasco con motivo de reeditarse Las falsificaciones de la historia
JUAN GOYTISOLO
El País, Madrid, 04/02/2007
"Si el señor Galdós, en vez de escribir antes de ésta unas treinta novelas, las mejores que se han escrito en España en este siglo, hubiese escrito una novela mediana, otra buena y otra mala, y enseguida se hubiese pasado al Duque de la Torre y después a Cánovas y después a Sagasta o al diablo en persona; si se hubiese hecho político, otra crítica le cantara y entonces vería que escribir él cuatro renglones y pasmarse la prensa entera de admiración y entusiasmo era cosa de un momento (...), pero nadie ha dicho a 'La desheredada' 'ahí te pudras'".
Estas líneas de Clarín sobre su colega y amigo anticipan con nitidez lo ocurrido casi un siglo después con la obra de otro de los grandes escritores peninsulares de la centuria que dejamos atrás. Antropólogo, historiador, memorialista, investigador, erudito, autor de biografías ficticias, la curiosidad humana e intelectual de Julio Caro Baroja carecía de límites y mostraba unos conocimientos enciclopédicos que muy pocos compatriotas suyos soñaron siquiera imaginar. A caballo entre un género y otro, desdibujando deliberadamente sus lindes, era ese ejemplar de creador inasible, reacio a todo esquema clasificador. La hondura y diversidad de su vocación interdisciplinaria -en los antípodas de la erudición reiterativa y cansina de muchos de sus colegas académicos- suscitaban el recelo de éstos y un distanciamiento cortés, pero eficaz, que le acompañó de por vida. La libertad y la independencia artística, política y moral eran sus bienes más preciados y aceptó con lucidez e ironía el precio que debía pagar por ellas. Si, con su habitual miopía y sordera, la institución literaria no le premió, él supo acomodarse a su aislamiento con más humor que resignación. Como escribió en EL PAÍS de 18 de agosto de 1978, a los viejos no "pueden mandarnos siquiera a la m... Ya estamos en ella. Y bien dentro".
Recorrer la vastísima obra de Julio Caro Baroja es enfrentarse al abanico de ofertas de una tentadora lista a la carta. ¿Qué plato escoger entre las especialidades de un auténtico sibarita de oficio? ¿Los trabajos del antropólogo sobre Andalucía, Extremadura y Navarra?
¿Las memorias familiares del clan de Los Baroja? ¿Sus críticas del supuesto carácter nacional, elaboradas a partir del concepto unamuniano de 'intrahistoria'? ¿El análisis del antisemitismo español y de la suerte desdichada de los moriscos? ¿Su desmitificación certera del nacionalismo identitario? ¿Los estudios acerca de las estructuras tribales del ex Sáhara español y del ámbito rifeño de Gomera, adonde fue de la mano de Tomás García Figueras, el mejor estudioso de nuestro antiguo Protectorado en Marruecos? ¿O bien sus dardos bien dirigidos a la modernidad suicida que destruye el hábitat natural y lo sustituye por una mineralización "a troche y moche"? ¿O sus reflexiones premonitorias tocantes al efecto demoledor de la ubicuidad de los medios audiovisuales? El lector se pierde en el océano de una obra escrita, diríase, en el curso de múltiples vidas. En el brete de escoger entre manjares tan suculentos, me resolveré a hacerlo con su estudio magistral de Las falsificaciones de la historia, reeditado recientemente por el Círculo de Lectores.
"Los grandes intereses son siempre causa de grandes falsificaciones", dice nuestro autor, y mezclan de ordinario, añade, una fe ardiente por parte de sus artífices con un amor sin tacha a la tierra nativa y una "erudición extensa, pero no crítica". El disparatario que analiza provoca hoy risa, mas suscitaba antaño adhesiones entusiastas y alentaba una proliferación de glosas líricas en sintonía con el romanticismo. Espiguemos algunos ejemplos de ello: 'Nabucodonosor, rey de España', obra del padre Argaiz; 'Crónica de don Servando', supuesto confesor de don Rodrigo, el último rey godo; Id, de don Pelayo, "obispo de Oviedo"; falso diploma de Ramiro I sobre la inexistente batalla de Clavijo, ganada por Santiago Apóstol... Para Antonio de Viterbo -contemporáneo de los Reyes Católicos, a quienes dedicó su vasta obra, presunta traducción de Beroso, autor caldeo del siglo IV antes de Cristo-. Noé, Jafet y Túbal establecieron la monarquía en España e introdujeron en nuestras tierras las letras, la poesía y la filosofía moral 143 años después del diluvio y 730 antes de la fundación de Troya. Décadas después, de acuerdo con Florián de Ocampo (1495-1558), Túbal penetró por Andalucía, atravesó Portugal y fundó Tafalla, en donde recibió la visita de su abuelo Noé y falleció 195 años después de su venida. En cuanto a Esteban de Garigay (1523-1590), a quien Caro Baroja consagró una obra en la que la sabiduría se entrevera con el humor, fue el precursor del vasquismo romántico de Garay de Mongeave: Túbal, oriundo de Armenia, ¡hablaba euskera y fundó su reino entre Tudela y Tafalla! A fray Alonso Maldonado, su prurito científico le lleva a concluir que desde el 'Fiat lux' divino hasta el 8 de abril de 1605, fecha de nacimiento de Felipe IV, transcurrieron 5.559 años "justos y cabales". Conforme a Lupián de Zapata, ¡los primeros reyes de España habían sido nada menos que Adán y Eva, de quienes descenderían por línea directa los monarcas de la dinastía reinante! Otras imposturas, como la crónica de Turpín en torno a Carlomagno y Roncesvalles, el ciclo épico de Bernardo del Carpio o los famosos plomos del Sacromonte granadino, son más conocidas y han sido objeto de estudio por historiadores de fuste, desde Menéndez Pelayo hasta Francisco Márquez Villanueva. Analista riguroso, pero antropólogo no exento de simpatía por el fondo mítico que escudriña, Caro Baroja desmonta las fantasías en torno a Pelayo, Covadonga y Santiago sin desdecirse de su comprensión cariñosa con quienes creyeron ciegamente en ellas.
Sus distintos acercamientos y calas a la realidad del País Vasco desde un punto de vista antropológico, histórico, cultural, político e ideológico revelan asimismo una extraordinaria capacidad de discernimiento ajena a todo reductivismo y designio manipulador. En su doble condición de español y euskaldún, Julio Caro Baroja se adentra en El laberinto vasco sin anteojeras de ningún orden, atento a esquivar las trampas del credo nacionalista y de su obsesión identitaria. Contrariamente a Arzalluz y los suyos ("Los vascos no nos hemos movido de sitio desde hace treinta mil años"), rechaza, pruebas en mano, la existencia de una identidad estática, frente a la que propugna otra, mutante y dinámica, exenta de todo lastre esencialista y sujeta a ciclos históricos de apertura y retracción. La transformación del vizcaíno, español al cuadrado en cuanto no sospechoso de contaminación judaica -recuérdese su orgullosa prosapia en la obra de Cervantes-, en independentista batasunero es vista a la luz de las guerras carlistas del XIX y la pérdida de sus Fueros. En virtud de esos vuelcos tan frecuentes en individuos y colectivos de creencias firmes y de apego sentimental a lo propio, el carlista de ayer, de boina y tragaderas anchas, es el 'abertzale' de hoy, capaz de comulgar como aquél con toda la ciencia infusa de mitólogos de la especie de Sabino Arana. Como dice Caro Baroja, "el amor al propio lugar de nacimiento, unido al fervor religioso y a veces también a cierto orgullo genealógico, son siempre factores que contribuyen a la creación y luego a la difusión de las falsificaciones".
Leyendas y mitos románticos
Con su anteojo prismático de antropólogo e historiador, el autor de Las brujas y su mundo desmitifica las leyendas y ensoñaciones románticas en cuyas fuentes bebió el padre del nacionalismo vasco. La idea del vascongado puro, sin mezcla ni contaminación algunas, es obviamente una fantasía digna de las reseñadas por el abate Masdeu en su "España fabulosa"; pero quienes la manipulan hoy de forma interesada necesitan convertir a su pueblo, como señala Caro Baroja, en figurante de su "escenografía imaginaria". El nacionalismo esencialista que sólo mira hacia atrás y fomenta el exclusivismo ha conducido y conduce a la guerra y a la autodestrucción. Como el falangista y cruzado católico de 1936 o el serbio "jurásico" enardecido por la retórica de Milosevic, etarras y batasuneros se creen investidos de una misión --la de "la unidad de destino en lo universal"-- cuyo cumplimiento es un deber sagrado. La reflexión de Caro Baroja, forjada en el curso de los acontecimientos que condujeron desde la dictadura franquista hasta la transición democrática, constituye un instrumento indispensable para la comprensión de las prisiones identitarias a las que apunta certeramente también Jean Daniel en su lúcido análisis del movimiento sionista, antes y después de la creación del Estado de Israel. El escudo de Arquíloco, de Juan Aranzadi, y el ensayo esclarecedor sobre el tema de Rafael Sánchez Ferlosio, publicado en EL PAÍS hace ya algunos años, trazan un paralelo ponderado entre ambas utopías --nacional una, nacional religiosa la otra-- que quienes creemos en un Estado de ciudadanos, en el que los derechos del individuo no pueden ni deben ser avasallados por los de una supuesta o real voluntad colectiva, deberíamos convertir en sujeto obligado de meditación.
Los estudios carobarojianos respecto a los moriscos aragoneses y del reino de Granada -campo explorado luego, entre otros, por Márquez Villanueva y Soledad Carrasco Urgoiti-, así como el dedicado a la sociedad criptojudía en la corte de Felipe IV y los tres volúmenes sobre Los judíos en la España moderna y contemporánea, convergen con la labor desmitificadora emprendida por Américo Castro, Albert Sicroff y Domínguez Ortiz. Obligados a vivir con sigilo y prudencia en razón de la tiranía de la opinión común y la vigilancia del Santo Oficio, los descendientes de quienes "recibieron el bautismo de pie" crearon, como sabemos, unos modos de expresión y formas literarias innovadores y complejos, cuyos distintos niveles interpretativos se dirigían a la vez al discreto lector y al temido y menospreciado vulgo. Dichas estrategias defensivas, desde la ironía de doble filo cervantina hasta el pesimismo cósmico de La Celestina y Guzmán, iluminan los estudios de nuestro autor sobre el "Destino del judío hispánico" y sus tan amenas como bien documentadas calas en los procesos de los que fueron víctimas numerosos cristianos nuevos por meras sospechas de "anomalía" o por las denuncias anónimas de los que se sirvieron sin rebozo los ardientes centinelas de nuestra fe. Junto a la encubierta labor de esos acechadores no estipendiados de vidas ajenas, Caro Baroja analiza también la llevada a cabo por plumas, mercenarias o no, que, como la de Quevedo, azuzaban la jauría inquisitorial con panfletos como Execración de los judíos, a quienes nuestro genial poeta compara con ratas y alimañas y propugna su exterminio. Un repaso a la obra heterogénea y aguijadora de don Julio nos aclara la razón de muchos silencios y enigmas de la historia que pesan aún en nuestro subconsciente y pueden aflorar en épocas de crisis.
"España entera vivía en régimen de delación y sospecha para mantener aquel orden perfecto", escribe Caro Baroja en El señor inquisidor y otras vidas por oficio y, como para ilustrar sus palabras, nos refiere la historia del griego Demetrio Phocas, acusado --como otros paisanos suyos, forzados a renegar de su fe por los otomanos antes de que hallaran refugio en los dominios de Su Majestad Católica-- de prácticas mahometanas y de espionaje a favor de los turcos. El capítulo que le dedica podría haber sido materia de un cuento estupendo, género que, como veremos luego, fue cultivado también con maestría e ingenio por nuestro escritor: el delator anónimo sostenía que Demetrio "rezaba en griego al modo turquesco" y practicaba las abluciones rituales de su secta, lo que le acarreó el auto de prisión y un largo proceso cuyos vericuetos desembocaban en la constatación de un error. "La triste verdad", dice el autor de Las brujas y su mundo, "era que el antiguo "chauz" padecía de una fístula anal o de un mal semejante que le obligaba a llevar a cabo con frecuencia ciertos lavatorios que, a lo que parece, no eran de lo más comunes en nuestro país en aquella época de higiene limitada". A la aclaración de tan peligroso equívoco, Caro Baroja añade la sorpresa final del nombre del traductor toledano que actuó a lo largo del proceso ante el Santo Tribunal; ¡Dominico Teotocopoli, es decir, el "Greco"! ¿Ficción, historia? La realidad a secas, nos muestra don Julio, oficia a veces de realidad virtual.
Igualmente aguijador es el capítulo del mismo libro sobre el Ícaro hispano: el hombre o "avechucho" que voló en Plasencia. Después de establecer una crónica del suceso, con sus variantes y versiones contradictorias --estrellamiento inmediato del emplumado; vuelo de un cuarto de legua hasta caer conjurado por los testigos de su orgullosa blasfemia de que Dios no podía ni sabría construir un artilugio mejor que el suyo--, Caro Baroja reproduce el testimonio, muy posterior a los hechos, del abate Antonio Ponz. Según él, el Dédalo placentino, acogido a sagrado para huir de la autoridad civil por un delito no especificado, resolvió escapar de su encierro y para ello decidió dos cosas: comer poco para adelgazarse y que todo su alimento fuese de aves, las que mandaba llevar con sus plumas, hasta que juntó gran porción. Pesaba, según el viejo, la carne de las aves peladas y luego sus plumas, y sacaba por cómputo fijo que para sostener dos libras de carne eran necesarias cuatro onzas de plumas; así averiguó el peso de la gallina, perdiz, etcétera, con el respectivo de sus plumas.
Averiguada dicha proporción, sacó por consecuencia que tantas libras o arrobas que él pesaba necesitaban tantas onzas o libras de plumas para mantenerse en el aire, y, juntándolas, las pegó con cierto engrudo a los pies, cabeza, brazos y a todas las demás partes del cuerpo, dejando hechas dos alas para llevarlas en las manos y remar con ellas; así se arrojó este emplumado al viento, y después del trecho referido se precipitó, haciéndose pedazos.
¿Quién puede sostener, después de leer esto, que España no fue la nación pionera en el invento de la aviación?
La afición apasionada de Caro Baroja por el mundo hechiceril --pasión compartida con su admirado Goya-- le condujo a examinar, con un rigor no exento de simpatía por los confusos estados de conciencia de brujas y brujos, las creencias mágicas de nuestros ancestros, desde la figura de la hechicera en el mundo greco-latino hasta su controvertido estatus en el Renacimiento. Con una erudición apabullante, capaz de aunar distintos planteamientos cognoscitivos, repasa los ritos de los adoradores del diablo --posesiones demoniacas, aquelarres, pisoteo de las Sagradas Formas, cópula carnal con machos cabríos-- en el universo mítico germano, italiano y francés, para demorarse al fin en el ámbito familiar de la brujería vasca. Su doble conocimiento de las leyendas y tradiciones del terruño y de las actas de los procesos inquisitoriales --cada una de las cuales podría ser objeto de un cuento, cuando no de una novela por entregas-- le permite adueñarse del tema y del interés del lector con un virtuosismo que señala la presencia entre bastidores de un gran escritor. La afinidad entre sus percepciones ambiguas y las que inspiraron los dibujos y aguafuertes del Gran Sordo no puede ser más explícita: "Nadie que contemple hoy las obras de Goya pensará que corresponden a la misma fría y seca manera de considerar el asunto de hombres como Moratín o Jovellanos, preocupados por desterrar malos hábitos legales, instituciones corrompidas, creencias añejas. En Goya tenemos como un antecesor genial del hombre moderno. Es antropólogo, psiquiatra, psicólogo y sociólogo a la vez. Es, por encima de todo, un humorista terrible, no un temperamento irónico como sus amigos, muy pagados de sí y seguros de que los demás eran los que erraban. Goya se burla y se lamenta de todo: y este lamento arranca, tal vez, de la consideración de sus propias debilidades y achaques". Su coincidencia con la visión de Malraux merecería un estudio aparte.
Santa Eufrosina
Otra faceta creadora carobarojiana que no ha atraído, salvo excepciones honrosas, la atención de la crítica literaria es la de las biografías y relatos imaginarios, como 'Las veladas de santa Eufrosina', en la que nuestro autor, en plena posesión de sus recursos y procedimientos narrativos, disemina de forma cervantina la autoría de lo escrito entre personajes distintos: el narrador, el erudito y excéntrico Giulio o Griggone; el ilustrador, Giulio Caro; y el prologuista, Julio Caro Baroja. Como con el "primer autor" del Quijote, "los autores que sobre este caso escriben", el manuscrito arábigo de Cide Hamete Benengeli y la intervención del poco fiable traductor morisco, la diversidad de autorías quita a éstas toda autoridad e introduce al lector en el fecundo territorio de la duda. En otra ocasión me extenderé en estos deliciosos relatos, impregnados de humor e ironía, coetáneos de mis dos obras más cervantinas, 'El sitio de los sitios' y Las semanas del jardín.
Vuelvo ahora al comienzo y a las reflexiones de Clarín sobre su tiempo, que podrían aplicarse asimismo al nuestro: "Cada vez se piensa y se lee y se siente menos; se vegeta. Se aplaude lo malo, se intriga y se crean reputaciones absurdas en pocos días, y es inútil trabajar en serio. Nadie ve, nadie oye, nadie entiende nada, y los que pudieran ver, oír y entender se cruzan de brazos".
La desatención a la obra inmensa y aguijadora de Caro Baroja parece justificar el pesimismo del autor de 'La regenta'. Pero me digo, no obstante: ¿no será ello producto de la siempre injusta institución literaria de todas las épocas?
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• Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/reportajes/multiples/vidas/Julio/Caro/Baroja/elpepusocdmg/20070204elpdmgrep_8/Tes
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Un libro reúne la correspondencia entre Caro Baroja y Gerald Brenan
MARGOT MOLINA - desde Sevilla -
El País, Madrid, 08/05/2006
"Durante varios años, al llegar a Andalucía por Despeñaperros, he tenido siempre una sensación extraña de que me acercaba a algo que me era menos indiferente que Castilla y La Mancha... Los soldados franceses que ante el paisaje andaluz presentaron armas, según la vieja anécdota, quedaron subyugados de modo colectivo, como tantas otras personas lo hemos estado en forma individual", así explicó Julio Caro Baroja la fascinación que sintió por Andalucía desde su primer viaje, en 1947. Ese amor que el antropólogo vasco sintió por esta tierra fue el detonante de una fructífera amistad con el hispanista inglés Gerald Brenan (Malta, 1894-Alhaurín el Grande, 1987), quien se había instalado en España en 1919.
Churriana, un pueblo malagueño que a mediados del siglo XX era la suma de exuberantes fincas, se convirtió así en el epicentro de un importante encuentro entre dos de los intelectuales que mejor han reflejado las costumbres del pueblo andaluz.
El libro Una amistad andaluza. Correspondencia entre Julio Caro Baroja y Gerald Brenan, publicado por la editorial madrileña Caro Raggio el pasado febrero, reúne nueve cartas de Caro Baroja al hispanista y 41 de Brenan al antropólogo. Las misivas están fechadas entre 1953 y 1970 y son el resultado de un trabajo de investigación que Carmen Caro (Madrid, 1962), sobrina del escritor vasco, ha realizado para conmemorar el décimo aniversario de la muerte de su tío.
Julio Caro Baroja (Madrid, 1914-Vera de Bidasoa, 1995) tuvo una abuela malagueña, pero su acercamiento a Andalucía comenzó con los trabajos etnográficos que realizó a principios de la década de los cincuenta. El autor de Los pueblos de España oyó hablar de don Geraldo (como llamaban a Brenan en Las Alpujarras) en el pueblo de Yegen (Granada) en 1953, dónde el inglés había vivido tras la I Guerra Mundial.
"La primera carta la escribió Caro Baroja a Brenan en 1953, pero no se conserva; así que el libro comienza con la respuesta del hispanista en inglés. Cada uno escribió siempre en su idioma, algo que hemos respetado incluyendo la traducción al castellano", explica Carmen Caro, quien ha sido subdirectora general de Coordinación Bibliotecaria del ministerio de Cultura.
"Estoy segura que mi tío escribió muchas más de 11 cartas a Brenan y tengo la esperanza de que aparezcan por algún sitio, porque sé que muchos de sus documentos se han dispersado", comenta Caro, quien alterna su faceta de editora, en la empresa familiar que fundó su abuelo en 1917, con la de pintora.
"Lo que les unía era su amor por los libros y fue Brenan quien convenció a Caro Baroja para que comprara una casa en Churriana, donde él vivió el año antes del estallido de la Guerra Civil y de 1953 a 1970", añade la editora.
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• Tomado de: http://www.elpais.com/articulo/andalucia/libro/reune/correspondencia/Caro/Baroja/Gerald/Brenan/elpepuespand/20060508elpand_16/Tes
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