La agonía de Flores Galindo
La Republica, Lima, Mar, 23/03/2010
El 26 de marzo de 1990 dejó de latir el corazón de Alberto Flores Galindo. Su agonía comenzó un año atrás, cuando en febrero del 90 sufrió un desmayo intempestivo. Los análisis que siguieron mostraron que en su cerebro crecía un tumor canceroso. Fue enviado de emergencia a Nueva York gracias a una colecta de sus amigos, que convocó a muchísima gente y en la que participaron hasta niños aportando sus propinas. “En estos momentos –escribió Tito–, cuando todo parece derrumbarse, cariño y solidaridad me mostraron otros rostros del país”. Reconoció que esta experiencia le había obligado a revisar su “habitual pesimismo”. Se inició luego un tratamiento que inicialmente despertó la ilusión de que el mal podría revertir. Desgraciadamente no fue así.
En su libro La agonía de Mariátegui, escribiendo sobre el fundador del socialismo peruano, Tito restituyó al término “agonía” su dimensión originaria de lucha y combate; no únicamente contra las aflicciones y dolores que acompañan al final sino como una forma de afrontar la vida, una agonística contra todas las dificultades. Llegado a sus últimos días, Tito vivió plenamente de acuerdo con esta visión vital.
El mal le sobrevino repentinamente, cuando tenía muchos planes por realizar. Su ilusión fue entonces contar con dos años más para culminar el proyecto en el que estaba embarcado: una biografía de José María Arguedas a partir de la cual aproximarse a las contradicciones fundamentales del Perú del siglo XX. El cáncer no le dio ese plazo. Después de intentar avanzar con su proyecto fue pronto evidente para él que no tendría el tiempo necesario. A medida que el tumor se extendía iba afectando los centros neurales de la coordinación motora y del lenguaje, y su léxico se iba reduciendo inexorablemente. Mantenía íntegras su lucidez y sus facultades de razonamiento, pero tenía crecientes dificultades para expresar su pensamiento; podía hacerlo si se le ayudaba, enumerando aquellos términos que se podía adivinar necesitaba, pero día a día la comunicación se iba haciendo más dificultosa.
En esas condiciones, decidió dedicar el tiempo que le quedaba a la redacción de un texto de despedida, al que le puso de título “Reencontremos la dimensión utópica” y que constituye una especie de testamento intelectual. En él Tito se ratifica en las opciones que animaron su vida: su solidaridad inquebrantable con los de abajo, su apuesta por el socialismo, la exhortación a los jóvenes a no perder su capacidad de indignación, la convicción de que el país llegaba a una encrucijada crucial y era necesario luchar por preservar nuestro legado andino, por entonces ya claramente amenazado (no es difícil adivinar qué habría opinado sobre “el perro del hortelano” de Alan García).
Durante el último tiempo sólo pudo completar el texto gracias al amor de Cecilia, su compañera, que le permitió atravesar las brumas que crecientemente iban envolviéndolo. Una de las últimas veces que lo vi de pie fue a inicios del año 1991, cuando vino con Cecilia a casa, para saludar a mi compañera por su cumpleaños. Ya entonces podía adivinarse que se había quedado ciego. En la siguiente semana comenzó el tramo final y luego se fue apagando, lenta e inexorablemente.
Tito tuvo sin duda muchos amigos. Pero la movilización que desencadenó su enfermedad rebasó ampliamente el ámbito de su círculo de allegados. Pienso que entre los sectores populares existió siempre una clara conciencia de lo que él representaba para el país; allí están las numerosas escuelas y demás instituciones que perennizan su nombre para testimoniarlo. El reconocimiento nacional e internacional que ganó se debía a su tenaz espíritu de trabajo: nos legó 8 libros de altísima calidad antes de cumplir los 40 años. Estaba también su extraordinario talento como historiador y ensayista, reconocido más allá de las filiaciones ideológicas: su libro Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes ganó tanto el Premio Casa de las Américas de Cuba, cuanto el premio Lawrence Harding, de la academia norteamericana. Pero, también era además el perfecto ejemplo de un trabajo intelectual con un altísimo rigor y un compromiso radical con las causas políticas en las cuales creyó hasta el final. Cualidades que lo han convertido, junto con JC Mariátegui y JM Arguedas, en uno de nuestros grandes referentes intelectuales del siglo XX.
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Tomado de: http://www.larepublica.pe/columna-en-construccion/23/03/2010/la-agonia-de-flores-galindo= = = = = =
Alberto Flores Galindo, in memoriam
Por Rocío Silva Santisteban
La República, Lima, Dom, 28/03/2010
A diferencia de muchos que participan de homenajes por los veinte años de la desaparición física de Alberto Flores Galindo yo nunca lo conocí. Jamás fui su alumna. Nunca lo vi, ni le estreché la mano, ni siquiera sé cómo era el timbre de su voz. Supe de él como ahora saben de él los alumnos universitarios, algunos escolares, y muchos investigadores: por sus escritos. La palabra es, finalmente, esa herramienta tecnológica que nos permite entrar en comunicación con aquellos que nos han precedido y que no conocemos: con las huellas de sus pensamientos, con sus ideas poderosas, con sus polémicas internas, pero sobre todo, con ese rasgo de humanidad que finalmente el lenguaje escrito también trasunta. ¿Uno puede ser amigo de un muerto? Sin duda alguna: amigo entrañable, querido, íntimo.
Alberto Flores Galindo (1949-1990) murió demasiado temprano: a comienzos de una década que para el Perú fue infame, apenas iniciados sus cuarenta años. Paradójicamente, de un cáncer al cerebro, precisamente ese órgano del cuerpo que sabía utilizar de manera destacada, sobre todo, para plantearse soluciones creativas y para tercamente “reencontrar la dimensión utópica”. ¿Por qué Flores Galindo fue un historiador e intelectual de izquierda tan importante? En primer lugar: porque era un investigador muy solvente, preciso, y sobre todo, creativo que supo mirar más allá de los documentos, ser ambicioso, y mantener sus investigaciones aunque parecieran desmesuradas. En segundo lugar: porque asumió, junto con otros de su generación, la necesidad de un compromiso político pleno e, incluso, con errores y arrepentimientos, una militancia activa.
Si, como dice Cecilia Rivera, su viuda, en el prólogo de las Cartas de Francia, “Tito” decidió en París dejar una militancia esquemática por la opción amplia del conocimiento; en su última carta, aquella escrita desde su enfermedad pero con la lucidez que dan las alas de la muerte, pudo insistir para que las nuevas generaciones, a partir de inesperadas formas de militancia, renueven el socialismo y el pensamiento de izquierda con capacidades diferenciales, heterogéneas, inéditas, creativas e imaginativas: “Hemos sido una intelectualidad muy numerosa, pero a la vez poco creativa. Incapaces de dar a nuestro propio país la posibilidad de un marxismo nuevo. Intelectuales y políticos ignoran el pasado, la historia, lo que han sido. Demasiado modernos. Incapaces de elaborar un proyecto. Insisto que mientras en muchos otros países latinoamericanos el socialismo ha sido destruido, aquí sigue vigente. Todavía. A pesar de estar arrinconado…”
En las 17 cartas que acaba de publicar Manuel Burga, su coautor y amigo de destierros y estudios, Flores Galindo nos muestra la tenacidad de un joven becario, de 23 a 24 años, que lucha contra el desánimo del desarraigo, que goza con los espacios distintivos de un París recién reventado de Mayo del 68 y con las clases de profesores de la talla de Vilar, Braudel, entre otros, pero sobre todo, de un lúcido “comedor de libros”, que reseña, comenta, califica y a veces, descalifica, con pasión y entrega. A su vez, estas cartas nos revelan a un hombre que se debatía entre el miedo de regresar al Perú, un país siempre difícil para los intelectuales, y la impostergable necesidad de hacerlo: regresar para zambullirse en los archivos del Cusco para terminar su tesis sobre Túpac Amaru. Este es el joven Flores Galindo, pero no deja de vincularse con el “maduro” Flores Galindo de su famosa “última carta” en la que nos pide a todos, los que venimos detrás o junto a él, que no cesemos en la lucha por una sociedad más equitativa: “Hay que discutir el poder […] dónde está el poder, quiénes lo tienen y como llegar a él. Cuestionar el discurso liberal. Los jóvenes lo pueden hacer. Muchos somos viejos prematuros […] Pero el socialismo –insisto– exigirá para el futuro un cambio radical en el discurso. Revolución no es sinónimo solo de violencia. Hace falta proponer una nueva sociedad alternativa”.
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Tomado de: http://www.larepublica.pe/kolumna-okupa/28/03/2010/alberto-flores-galindo-memoriam