Carlos Contreras, Historiador
Revista Ideéle, no. 196, Lima,. diciembre 2009
Este 2009 ha sido un año pródigo de hechos “históricos” para el Perú. Un rápido recuento mental nos lleva a incluir la sentencia al ex presidente Fujimori, la masacre de Bagua y, ya más dudosamente, el descubrimiento del aviador que espiaba para Chile (un hecho cuyas consecuencias son todavía inciertas, pero que podría llegar a frenar, por ejemplo, el acuerdo económico con ese país). Ya no en el nivel de los sucesos puntuales, sino de uno más extendido en el tiempo: 2009 fue también el año en el que, después de casi una década de crecimiento, se sintió severamente el impacto de la crisis internacional, como un frenazo en seco de la economía. Pero son los dos primeros eventos los que revistieron una mayor importancia desde una perspectiva histórica.
Aunque son varios los juicios y condenas sufridos por los jefes de gobierno peruanos —comenzando por nuestro primer presidente, José de la Riva Agüero, condenado por traición a la patria por el régimen bolivariano—, el número de presidentes juzgados “en cuerpo presente” es de veras escaso si tomamos en cuenta el más de medio centenar de mandatarios que han calentado el sillón de Pizarro. De hecho, creo que solo figurarían dos: el general Felipe Santiago Salaverry, juzgado y fusilado en 1836 en la Plaza de Armas de Arequipa por el Ejército de Santa Cruz que acababa de vencerlo (así se ejecutaba en esos tiempos la sucesión presidencial), y Augusto Bernardino Leguía, juzgado por el Tribunal de Sanción Nacional entre 1930 y 1932, pero que alcanzara a morir antes de la lectura de una sentencia que sin duda hubiera sido condenatoria. Un presidente condenado a muerte y otro muerto antes de la sentencia hacen que los 25 años impuestos a Fujimori sean una especie de mediana de tales antecedentes.
Claro que hay una diferencia con aquellos procesos: esta vez el juicio no estuvo a cargo de una corte marcial, ni de un tribunal ad-hoc creado por el nuevo gobierno, sino de una sala especial de la Corte Suprema de la República; señal de que el estándar con que juzgamos a los mandatarios se va volviendo más exigente. Otra diferencia radica en que esta vez la sentencia ocurrió cuando había ya terminado el régimen que inició la persecución del ex gobernante y era más o menos claro que el nuevo régimen no empujaba el proceso con el mismo vigor; aunque tampoco pudo, si quiso, detenerlo.
Lo que nos llevaría a pensar que el Poder Judicial habría alcanzado mayor independencia.
La sentencia fue sin duda una victoria de los grupos nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos, que es más remarcable todavía por la aprobación de que aún gozaba en una parte importante de la opinión pública del país la política de guerra “no convencional” que el régimen de Fujimori desplegó contra Sendero Luminoso y el MRTA. De todos modos, las consecuencias políticas de largo plazo de la sentencia solo se esclarecerán en las próximas elecciones. El juicio no ha terminado.
Los sucesos de Bagua cobran un ribete histórico en otro sentido, al poner en cuestión lo que podríamos llamar el gobierno del Perú por una elite criolla asentada principalmente en la vieja capital virreinal. Conocido es que desde poco después de la Independencia, ella hizo de la explotación de los recursos naturales de las cuatro regiones del país (incluyendo el mar) la base de su fortuna. El Estado cobraba asimismo una renta fiscal de esta actividad, de modo que no tenía ya necesidad de perseguir a los indios para cobrarles tributos, como habían hecho los españoles. La contrapartida de esta exención fiscal de los nativos es que sus territorios podían ser tomados por la elite exportadora y el Estado cuando les fuese conveniente.
La masacre de los 34 peruanos en Bagua marcó una señal de que tal forma de organizar la economía política del Perú ha sido cuestionada por la población campesina. La tragedia hizo evidente que esta población carece de la representación política y los mecanismos legales que le permitan discutir sus intereses y su perspectiva de las cosas en las instancias previstas por la ley (el Congreso, los gobiernos regionales), o, lo que podría ser todavía más trágico pero a la vez más real: que tales intereses y tal perspectiva no pueden alcanzar un punto de equilibrio con los defendidos por la elite política y económica del país.
Bagua puso así en cuestión no solo el proyecto económico de los que señalan a nuestra pobreza como resultado de una política del “perro del hortelano”, sino también nuestra propia viabilidad como comunidad nacional. Fue un mensaje del Perú profundo (como le gustaba decir a Basadre) de que los recursos naturales del país deben ser para sus hombres, todos, y no para una minoría que dicta las reglas de juego y puede acceder al dinero para explotarlos.
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* Tomado de: http://www.revistaideele.com/
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El país sin indígenas del señor Alan García
Ramón Pajuelo, IEP
Revista Ideéle, no. 196, Lima,. diciembre 2009
Al momento de escribir estas líneas, los noticieros informan del enfrentamiento ocurrido entre comuneros y policías en la localidad de Huancabamba (Piura), con el trágico saldo de dos comuneros muertos. ¿Cuántas víctimas han dejado hasta ahora los conflictos protagonizados por poblaciones movilizadas en contra de la avalancha de empresas extractivas a lo largo y ancho del país? Nadie ha hecho aún el registro.
Después de la tragedia de Bagua de junio de este año, que, según cifras oficiales, terminó con 32 muertos entre nativos y policías, quedó claro que existe un gravísimo problema en la actual administración política del Perú: el presidente García se ha propuesto gobernar exclusivamente para el país que existe en su imaginación.
El modelo extractivista neoliberal impuesto autoritariamente en el Perú desde 1990 no ha requerido defensores privados durante el actual Gobierno aprista, porque el propio Presidente ha hecho el trabajo de los empresarios y funcionarios internacionales neoliberales. Para ello, García ha imaginado un país en el que no existe la necesidad de discutir el modo y el rumbo del crecimiento económico, porque todos —así de simple— tenemos que estar de acuerdo con la vigencia del modelo heredado del fujimorismo.
Pero resulta que el Perú no es ese país imaginario que puebla los sueños del Presidente. Y el 2009, desde Bagua hasta Huancabamba, muestra que está llegando a su límite la contradicción entre poblaciones afectadas por empresas extractivas y un Estado empeñado en defender a las empresas del país imaginario del Señor Presidente.
Lo que García ha eliminado de su imaginación es la existencia de un país bastante más complejo, socialmente fragmentado y diverso culturalmente. Un país en el que, de acuerdo con cifras censales, alrededor de 4 millones de personas hablan una lengua distinta del castellano. Un país en el cual existen poblaciones que organizan su existencia mediante instituciones comunitarias indígenas (aunque no todos los indígenas, tal como ocurre en las grandes ciudades). Estas comunidades andinas y amazónicas no son solamente una instancia jurídica frente al Estado, sino una forma de autoridad colectiva que regula el conjunto de la reproducción social de su población de acuerdo con principios y normas socialmente aceptados, y que además se sustenta en una identidad territorial comunitaria fuertemente arraigada.
La avalancha de empresas extractivas ha tocado el aspecto más sensible de la vida comunal: la defensa de los recursos territoriales colectivos. Se ha generalizado así un sentimiento de defensa de los recursos y del medio ambiente, ligado a la soberanía y legitimidad de las instituciones comunales. En distintos lugares del país, ante la amenaza que representan las empresas extractivas para la conservación de sus recursos, las poblaciones indígenas y campesinas movilizadas hacen saber que aspiran a otro modelo de desarrollo que los tome en cuenta. Sin embargo, el presidente García no ha tenido mejor opción que animalizar a quienes se oponen a la vigencia del modelo extractivista neoliberal, tildándolos de “perros del hortelano”.
Durante el 2009 ha continuado la invisibilidad, en el manejo estatal aprista, de las poblaciones campesinas e indígenas vistas como infraciudadanas. Mientras que a escala internacional se comienzan a ver los efectos de la Declaración Universal de Derechos Indígenas aprobada por la ONU, en el Perú del señor García el Estado prácticamente ha borrado cualquier rastro de política pública indígena. La errática apertura étnica dejada por el toledismo ha sido totalmente cancelada, enviando al INDEPA al ostracismo y la insignificancia, en medio de la maraña burocrática estatal.
Mientras tanto, en las comunidades y pueblos indígenas crecen el luto y la solidaridad ante los muertos, heridos y perseguidos en oposición a las empresas extractivas. Convertidos en auténticos héroes comunales, estas víctimas resultan invisibles para el resto del país, pero en las comunidades su sacrificio refuerza el sentido colectivo y cohesiona sus luchas, más aun porque no cuentan con representación política pública (organizaciones como Conacami y Aidesep son atacadas y ninguneadas por el Gobierno aprista, en tanto resultan rebasadas por los conflictos locales y se hallan envueltas en resolver sus problemas internos).
¿Cuántas veces tendrán que repetirse los sucesos de Bagua y Huancabamba para que el Estado considere la existencia de las comunidades y pueblos indígenas en el diseño de futuro del país? En lo que resta del Gobierno aprista, seguramente continuará la avanzada de las empresas extractivas, respaldadas por un Estado que gobierna apenas para el país que existe en la imaginación del señor García. Pero el país real tendrá que asumir de todas maneras, en un futuro ojalá no muy lejano, el reto de construir un Estado, una democracia y una ciudadanía capaces de articular el destino colectivo nacional con el reconocimiento de las diferencias socioculturales de sus poblaciones.
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Tomado de: http://www.revistaideele.com/
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